3 de Marzo.- Para hacer un buen strudel de espinacas, se coge una hoja grande de masa de hojaldre, y se unta por dentro con yema de huevo. Previamente, se ha hecho una pasta con hojas de espinaca y queso feta, a la que se ha añadido basílico y orégano. Una vez extendida la mezcla por la masa de hojaldre, se cierra formando un saco alargado y se mete en el horno hasta que la pasta de hojaldre esté dorada y crujientita. Se sirve caliente, acompañado de una salsa fría hecha de nata en la que se habrán disuelto condimentos al gusto: perejil, ajo, un poquito de pimentón, para que adquiera color rojo, y eneldo.
Hoy, antes de preparar esta cena, he salido a correr por la Wiednerhauptstrasse hasta Karlsplatz. Luego, he torcido hacia la linke Wienzeile y he bajado por el Naschmarkt hasta la gran explanada en donde se ponen los puestos del rastro de los sábados. La explanada, una especie de paralalepípedo asfaltado del tamaño de un par de campos de futbol, ofrecía el aspecto de ser la almoneda del fin del mundo. Una especie de rebajas de la civilización. Por doquier, extendidos en mantas o, directamente, contra el duro suelo mojado, restos culturales de los últimos cincuenta años, objetos huérfanos que esperaban que alguien se fijara en ellos. Ancianas guías telefónicas, barajas de cartas ennegrecidas por interminables noches de solitario y alcohol, muñecas mutiladas a la espera de una niña comprensiva, en mitad de la nada húmeda, sembrada de papeles y deshechos, una mujer turca sentada en una silla de oficina, como la extraña superviviente de un huracán que hubiese terminado con la civilización. Hombres barbudos hablando extrañas lenguas que se empeñaban en cargar una enorme mesa de escritorio en la baca de una furgoneta. He parado de correr y he sacado la cámara, que siempre va conmigo, y he empezado a hacer fotos. Mientras las hacía, me ha asaltado un extraño pudor. Normalmente, no tengo miedo de fotografiar nada de lo que veo. Sólo la discreción y el instinto de conservación me impiden, por ejemplo, fotografiar a la fauna que vive en el subterráneo que va desde Karlsplatz a la ópera. Sin embargo, hoy, conforme avanzaba entre los sucios y laboriosos escarbadores, he sentido como si estuviese traicionando una extraña intimidad: la de la soledad sorprendida sin avisar. De pronto, me ha parecido ver en el heterogéneo grupo de personas que recogían trastos, una extraña dignidad. He tenido miedo de romper un equilibrio.
Por eso, he guardado la cámara y he seguido corriendo.
Hoy, antes de preparar esta cena, he salido a correr por la Wiednerhauptstrasse hasta Karlsplatz. Luego, he torcido hacia la linke Wienzeile y he bajado por el Naschmarkt hasta la gran explanada en donde se ponen los puestos del rastro de los sábados. La explanada, una especie de paralalepípedo asfaltado del tamaño de un par de campos de futbol, ofrecía el aspecto de ser la almoneda del fin del mundo. Una especie de rebajas de la civilización. Por doquier, extendidos en mantas o, directamente, contra el duro suelo mojado, restos culturales de los últimos cincuenta años, objetos huérfanos que esperaban que alguien se fijara en ellos. Ancianas guías telefónicas, barajas de cartas ennegrecidas por interminables noches de solitario y alcohol, muñecas mutiladas a la espera de una niña comprensiva, en mitad de la nada húmeda, sembrada de papeles y deshechos, una mujer turca sentada en una silla de oficina, como la extraña superviviente de un huracán que hubiese terminado con la civilización. Hombres barbudos hablando extrañas lenguas que se empeñaban en cargar una enorme mesa de escritorio en la baca de una furgoneta. He parado de correr y he sacado la cámara, que siempre va conmigo, y he empezado a hacer fotos. Mientras las hacía, me ha asaltado un extraño pudor. Normalmente, no tengo miedo de fotografiar nada de lo que veo. Sólo la discreción y el instinto de conservación me impiden, por ejemplo, fotografiar a la fauna que vive en el subterráneo que va desde Karlsplatz a la ópera. Sin embargo, hoy, conforme avanzaba entre los sucios y laboriosos escarbadores, he sentido como si estuviese traicionando una extraña intimidad: la de la soledad sorprendida sin avisar. De pronto, me ha parecido ver en el heterogéneo grupo de personas que recogían trastos, una extraña dignidad. He tenido miedo de romper un equilibrio.
Por eso, he guardado la cámara y he seguido corriendo.

1 comentario:
Me pasa igual cuando voy al Flömarkt de Speyer con mis suegros. Me da hasta apuro tocar las cosas. Son cosas que pertenecieron a gente, cosas que tienen un pasado extenso. Vajillas que se usaron con frecuencia, ropa vieja gastada, chismes desgastados por el uso y el paso del tiempo...
Te encuentras allí hasta fotos de soldados orgullosos en su uniforme nuevo que partírían a una guerra ¿estarían de acuerdo con aquello por lo que luchaban o abandonaban sus familias a regañadientes?¿no volvieron a casa y por eso venden sus fotos?¿los nietos renegaron de las ideas del abuelo y así le castigan?¿Pero cómo demonios se puede vender una foto de un familiar?
A mi suegra le gusta comprar cosas en el mercadillo porque son muy baratas y no entiende que yo no pueda pero es que yo creo que algunas tienen hasta fantasma propio.
Entiendo que no pudieras tomar fotos.
Un abrazo
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