Un viaje a Itaca (4a Parte)
19 de Abril.- EL DETECTIVE SE LEVANTÓ TARDE con una sensación de desarraigo en el centro de las entrañas que hacía mucho que no sentía.
La ciudad bullía al otro lado de las ventanas que daban a la calle San Bernardo y el cielo era una negación azul de la existencia de la lluvia.
El detective acercó la nariz a los cristales y oteó en busca de rastros de la felicidad ajena. Luego, puso la radio, buscando que el ruido le hiciese compañía. Sin embargo, el río negro que inundó el piso casi vacío hacía demasiado juego con su estado de ánimo. La voz de un locutor desganado desmenuzó la crueldad del colgado cotidiano que se había inmolado frente a la consabida comisaría irakí.
Descripciones pornográficas de muñones frescos y cuerpos apilados. Si uno cerraba los ojos, incluso podía ver las caras asustadas de los niños, y las endurecidas de las madres por la fuerza de la desgracia cotidiana.
El detective, incapaz de soportar aquella victoria por goleada de la muerte, apagó el aparato y se concentró en su dolor de cabeza.
Decididamente, beber le sentaba cada vez peor. Casi sentía como el alcohol ingerido la víspera se le estaba pudriendo dentro lentamente, como el corazón de un condenado a muerte. Sobre la única mesa del piso, una botella de licor de plátano que se había trajinado a medias con su amigo Manuel. La noche anterior había sido de evocación de tiempos pasados y renovación de los lazos de una amistad necesitada de cierto mantenimiento periódico, pero que en ningún momento había corrido peligro de romperse.
Zurano detectó, junto con otros síntomas de la resaca, las alarmantes ascuas de una peligrosa autocompasión.
Trabajosamente, acudió al sarcasmo; en mitad de la soledad de su piso, se dijo:
-Eres gilipoyas.
“De entre todos los heteros en cuyas manos Dios ha depositado la perpetuación de una especie que, últimamente, se ha especializado en producir tipos que se inmolan, tú, has ido a encapricharte de uno que se va a morir más virgen que la madre Teresa”.
Y a pesar de eso...
Meneó la cabeza.
Tenía que comprobar que la información que le había suministrado Clemencia era cierta.
Súbitamente, sintió una extraña sequedad interior. Se quedó mirando los números parpadeantes del equipo de música y echó de menos aquello que sostenía al discípulo de Fisac y que era lo que más le atraía de él: la capacidad de creer en algo con una fe ciega.
-Pero para eso –se dijo- hay que renunciar a hacerse preguntas.
Para eso hay que valer.
Se desnudó para ducharse y, mientras se enjabonaba debajo del chorro de agua caliente, sintió cierta necesidad de demostrarse una vez más que era un espécimen adulto que había alcanzado la madurez sexual. Le vinieron a la mente algunos recuerdos sueltos, y algunas imágenes mediante las cuales logró realizar su propósito. Una vez desahogados los instintos, se marchó a la calle en busca de una verdad definitiva con la que, sospechaba, iba a hacer pedazos el corazón de Alejandro.


LA POPULOSIDAD DEL RASTRO le trajo recuerdos agridulces. Entró, como siempre, por la calle que une los cines Ideal, frente al Teatro Calderón, con la plaza de Tirso de Molina. Le vino a la memoria un concierto de jazz, semiclandestino, al que había acudido cuando aún tenía la inocencia intacta.
El detective pasó por entre los punkis de Tirso de Molina esquivando botellas vacías y latas de Red Bull. Se le ocurrió que el honrado ejecutivo municipal, que contaba entre sus filas con una dama amante de las formas sobre todas las cosas, quizá pagase a actores para que se disfrazasen de punkarras y no descafeinasen el atractivo de la plaza.
La misma impresión de reconstrucción forzada le provocaron los tenderetes de diversas facciones de anarquistas, desde los que varias decenas de imágenes del Ché miraban a un infinito vacío.
Contempló el trasiego de los vendedores, nostálgicos de un pasado que nunca existió, con la misma ternura de quien mira las ruinas de un pueblecito segundos antes de que sean sepultadas por las aguas de un embalse.
No tenía la mañana para muchas congojas, y la rasposa voz de Sabina desde un transistor acabó de hundirle en la miseria de los detectives melancólicos.
Conforme la ley de Murphy hubiera podido predecir sin gran esfuerzo, la radio emitía “Con la frente marchita”.
Apretó el paso el detective para encontrar el puesto que buscaba: un tenderete de artesanía centroamericana, cerca de la Plaza del General Vara de Rey. Estaba presidido por una mujer increíblemente gorda, plácida como un océano, que vestía a la usanza del altiplano. Zurano se entretuvo en rebuscar entre la mercancía hasta que quedaron solos. Una tercera persona, que los observaba desde lejos, comprobó que el detective sonreía, decía unas frases, asentía y luego, compraba un gorro de lana gris con una gran borla.
Daniel se dirigió, gorro en mano, hacia un segundo puesto, tras el cual se parapetaba una mujercita que no había terminado de cumplir los veinticinco. La chica le miró como arrastrando un cansancio sin alivio posible, y Zurano se esforzó en sonreír para tratar de difuminar la agotada suspicacia que notó en sus ojos. Luego, dijo:
-Hola, María.

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