
Un viaje a Itaca (y 5)
MARIA SALVADOR TARDÓ TODAVÍA UN RATO EN RELAJARSE, y sólo consiguió hacerlo plenamente cuando Zurano puso a su disposición un móvil que usó para contactar con Clemencia Mercado. Una vez obtenida patente de respetabilidad por boca tan poco sospechosa, María Salvador accedió a conducirle hasta José Fisac.
La mujer y el sacerdote ocupaban un cuarto reluciente, aunque no muy salubre, en una corrala que mantenía una guerra perdida de antemano contra la carcoma, el olvido y la humedad. Al ver a Zurano, Fisac actuó como si hiciese algún tiempo que le esperara. El detective se encontró con un hombre sin duda muy inteligente, de pelo blanco peinado hacia atrás. Vestía un jersey de pico color gris perla; y una camisa blanca que, a pesar de estar pulcramente planchada, apenas podía ocultar su decorosa vejez. Fisac se abrigaba con una americana gris, cuyos hombros, según advirtió el detective, estaban coquetamente reforzados para que se notase menos la incipiente carga de la edad sobre la espalda del hombre.
-Siéntese –el detective lo hizo sobre una silla que expresó sus más profundas condolencias por el hecho. Fisac se volvió hacia la chica, que le miraba como si estuviese haciendo un juicio cruel sobre sí misma: María, hija, déjanos solos por favor –la mujer dijo algo sobre unas sobras que había en el frigorífico y les dejó. Fisac suspiró: la pobre está muerta de miedo. No tiene papeles – se detuvo en seco como si dudara, luego, disparó: me voy a casar con ella, ¿Qué le parece? –esperó una reacción visible del detective. No la obtuvo –no le importa. Usted piensa que soy un indeseable por haberme ido sin haberles dicho nada.
-No suelo hacer juicios morales sobre los casos que investigo.
El sacerdote juntó las puntas de los dedos de las manos.
-Miente usted. Todos hacemos juicios. Diga que no los comparte, o que los usa para sentirse más seguro. Pero usted ya me ha juzgado. Desde el momento en que comprobó que lo que le habían contado era cierto...¿Es usted creyente? –los ojos de Fisac se achicaron- ya veo. No se moja. Pues le diré que yo creo firmemente. En Dios. Creo que hay una voluntad por encima de la nuestra, y que esa voluntad nos pone problemas para que aprendamos. Para que veamos lo pequeños que somos y cuán inútil es ponerle barreras a la vida. No sirve de nada encerrarse en casa, tapiar puertas y ventanas, porque Dios y la vida nos encuentran siempre.
“Entre mis defectos, señor Zurano, estuvo muchos años el pensar que no tenía ninguno. Pensaba que la oración todo lo podía. Me permitía incluso dar consejos. Como si yo estuviese fuera del mundo. Como si fuese infalible. Inmortal. Incluso organicé una comunidad que aspiraba a la perfección ¡Qué atrocidad! La perfección fuera del mundo. Fuera de los afectos. Fuera del amor. Fracasé, claro. Dios me enseñó que mis tímidas barreras de humano eran inútiles. Yo mismo había decidido que María viniese por las mañanas, cuando todos estábamos trabajando, para evitar cualquier tentación. Pero me acatarré. Sí, señor Zurano. Nuestro padre Dios, allá arriba, decidió que el virus del catarro entrase en el cuerpo de José Fisac. Un catarro tremendo, que me hizo guardar cama. Una mañana, María llegó y empezó a limpiar. Yo me asusté mucho, la había visto una vez. Estaba tiritando por la fiebre. Ella abrió la puerta de la habitación y se sentó en la cama. No dijo nada. Sólo me acercó los labios a la frente para tomarme la temperatura. Señor Zurano, le digo sin vergüenza que me eché a llorar como un niño. Ella se quedó allí, sentada a mi lado, tal como la ha visto hoy –Fisac pareció buscar palabras para expresar una verdad muy honda, recién descubierta, que latía dentro de él; por fin, dijo: no hay nada más triste que ser viejo, estar solo y tener fiebre. Señor, me dije, por qué...Por qué...Y me imaginé en aquella habitación, dentro de diez, veinte, treinta años, muriéndome solo, en medio de una tribu de cincuentones miedosos que se iban a llevar un susto de muerte –el sacerdote se puso serio y miró al detective a los ojos, en un extraño equilibrio entre la sensatez y la fiebre- Zurano, el Señor no quiere cobardes. No, no quiere cobardes...
EL DETECTIVE ENTREGÓ A ALEJANDRO un sobre con un informe detallado y una factura por valor de varios miles de paquetes de fideos. Después, le resumió su conversación con el sacerdote. Alejandro luchaba por no llorar y las manos del detective sintieron el impulso adolescente de iniciar su viaje hacia sus manos, pero se contuvieron, permaneciendo inertes sobre la mesa.
Los ojos húmedos del catecúmeno, convertido súbitamente en huérfano, repasaron el papel impecablemente impreso con tecnología láser. El bullicio del VIP´s pareció no querer tocarle. Una niña de quince años, a dos mesas, hilvanó tres tacos en la misma frase y luego le contó a su amiga que el miembro de su novio era tan grande que le hacía daño durante la penetración Tras una pausa, Alejandro dijo:
-No va a volver,¿Verdad?
El detective negó con la cabeza y Alenjandro volvió al informe como se vuelve a visitar la tumba de un familiar querido.
Daniel Zurano tosió. Subitamente, sus ojos se encontraron con los de Alejandro. Hubo una larga pausa. La mano del discípulo de Fisac se posó sobre el antebrazo del detective, que luchó por no retirarla. Conmovido, el joven dijo:
-¿Sabes, Daniel? A pesar de que seamos tan diferentes...Me caes muy bien.
El detective abrió la boca para decir algo, pero justo entonces, su lenguaraz vecina de mesa abordó el interesante tema: “sexo oral con brackets”.
Daniel Zurano la miró agradecido para ocultar sus lágrimas.
La mujer y el sacerdote ocupaban un cuarto reluciente, aunque no muy salubre, en una corrala que mantenía una guerra perdida de antemano contra la carcoma, el olvido y la humedad. Al ver a Zurano, Fisac actuó como si hiciese algún tiempo que le esperara. El detective se encontró con un hombre sin duda muy inteligente, de pelo blanco peinado hacia atrás. Vestía un jersey de pico color gris perla; y una camisa blanca que, a pesar de estar pulcramente planchada, apenas podía ocultar su decorosa vejez. Fisac se abrigaba con una americana gris, cuyos hombros, según advirtió el detective, estaban coquetamente reforzados para que se notase menos la incipiente carga de la edad sobre la espalda del hombre.
-Siéntese –el detective lo hizo sobre una silla que expresó sus más profundas condolencias por el hecho. Fisac se volvió hacia la chica, que le miraba como si estuviese haciendo un juicio cruel sobre sí misma: María, hija, déjanos solos por favor –la mujer dijo algo sobre unas sobras que había en el frigorífico y les dejó. Fisac suspiró: la pobre está muerta de miedo. No tiene papeles – se detuvo en seco como si dudara, luego, disparó: me voy a casar con ella, ¿Qué le parece? –esperó una reacción visible del detective. No la obtuvo –no le importa. Usted piensa que soy un indeseable por haberme ido sin haberles dicho nada.
-No suelo hacer juicios morales sobre los casos que investigo.
El sacerdote juntó las puntas de los dedos de las manos.
-Miente usted. Todos hacemos juicios. Diga que no los comparte, o que los usa para sentirse más seguro. Pero usted ya me ha juzgado. Desde el momento en que comprobó que lo que le habían contado era cierto...¿Es usted creyente? –los ojos de Fisac se achicaron- ya veo. No se moja. Pues le diré que yo creo firmemente. En Dios. Creo que hay una voluntad por encima de la nuestra, y que esa voluntad nos pone problemas para que aprendamos. Para que veamos lo pequeños que somos y cuán inútil es ponerle barreras a la vida. No sirve de nada encerrarse en casa, tapiar puertas y ventanas, porque Dios y la vida nos encuentran siempre.
“Entre mis defectos, señor Zurano, estuvo muchos años el pensar que no tenía ninguno. Pensaba que la oración todo lo podía. Me permitía incluso dar consejos. Como si yo estuviese fuera del mundo. Como si fuese infalible. Inmortal. Incluso organicé una comunidad que aspiraba a la perfección ¡Qué atrocidad! La perfección fuera del mundo. Fuera de los afectos. Fuera del amor. Fracasé, claro. Dios me enseñó que mis tímidas barreras de humano eran inútiles. Yo mismo había decidido que María viniese por las mañanas, cuando todos estábamos trabajando, para evitar cualquier tentación. Pero me acatarré. Sí, señor Zurano. Nuestro padre Dios, allá arriba, decidió que el virus del catarro entrase en el cuerpo de José Fisac. Un catarro tremendo, que me hizo guardar cama. Una mañana, María llegó y empezó a limpiar. Yo me asusté mucho, la había visto una vez. Estaba tiritando por la fiebre. Ella abrió la puerta de la habitación y se sentó en la cama. No dijo nada. Sólo me acercó los labios a la frente para tomarme la temperatura. Señor Zurano, le digo sin vergüenza que me eché a llorar como un niño. Ella se quedó allí, sentada a mi lado, tal como la ha visto hoy –Fisac pareció buscar palabras para expresar una verdad muy honda, recién descubierta, que latía dentro de él; por fin, dijo: no hay nada más triste que ser viejo, estar solo y tener fiebre. Señor, me dije, por qué...Por qué...Y me imaginé en aquella habitación, dentro de diez, veinte, treinta años, muriéndome solo, en medio de una tribu de cincuentones miedosos que se iban a llevar un susto de muerte –el sacerdote se puso serio y miró al detective a los ojos, en un extraño equilibrio entre la sensatez y la fiebre- Zurano, el Señor no quiere cobardes. No, no quiere cobardes...
EL DETECTIVE ENTREGÓ A ALEJANDRO un sobre con un informe detallado y una factura por valor de varios miles de paquetes de fideos. Después, le resumió su conversación con el sacerdote. Alejandro luchaba por no llorar y las manos del detective sintieron el impulso adolescente de iniciar su viaje hacia sus manos, pero se contuvieron, permaneciendo inertes sobre la mesa.
Los ojos húmedos del catecúmeno, convertido súbitamente en huérfano, repasaron el papel impecablemente impreso con tecnología láser. El bullicio del VIP´s pareció no querer tocarle. Una niña de quince años, a dos mesas, hilvanó tres tacos en la misma frase y luego le contó a su amiga que el miembro de su novio era tan grande que le hacía daño durante la penetración Tras una pausa, Alejandro dijo:
-No va a volver,¿Verdad?
El detective negó con la cabeza y Alenjandro volvió al informe como se vuelve a visitar la tumba de un familiar querido.
Daniel Zurano tosió. Subitamente, sus ojos se encontraron con los de Alejandro. Hubo una larga pausa. La mano del discípulo de Fisac se posó sobre el antebrazo del detective, que luchó por no retirarla. Conmovido, el joven dijo:
-¿Sabes, Daniel? A pesar de que seamos tan diferentes...Me caes muy bien.
El detective abrió la boca para decir algo, pero justo entonces, su lenguaraz vecina de mesa abordó el interesante tema: “sexo oral con brackets”.
Daniel Zurano la miró agradecido para ocultar sus lágrimas.
2 comentarios:
Paco:
Vaya pedazo de novelista que guardas dentro!!!! No me he perdido ni una sola de las entregas ( novela folletinesca)y, al terminar cada una de ellas, sólo esperaba la siguiente, un final, una pista más hacia ese perdedor maravilloso que es Fisac ( Por Miguel Fisac, el arquitecto, en su día opusdeista de primer nivel y luego apostata) porque pierde contra la vida misma, contra sus choques y sorpresas. Después de haber leído las "Cuatro Notas sobre Althusser" no me queda ninguna duda: Tu relato es mucho mejor. En el "Viaje a Ítaca" siento la chispa mágica del suspense, el querer saber más de Zurano, de Fisac, de Alejandro y la comunidad de perfección. En el relato de Althusser sólo esperaba el final -un final demasiado rebuscado para mi gusto-
Así que, ¡Felicidades, chiquitín, y a por el siguiente!!!
Muchísimas gracias por estos elogios. Me alegro muchísimo de que el cuento te haya gustado. Daniel Zurano tiene ya nuevas aventuras que están esperando que alguien se fije en ellas para publicarlas. Espero que cuando aparezcan, si aparecen, las sigas leyendo con el mismo gusto.
Un saludo,
Paco
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