Angelote meditabundo en la cripta de la Schottenkirche

Ante lo inevitable, entusiasmo

10 de Junio.- En la vida se producen extrañas constelaciones de personas alrededor de uno. Y si, en Madrid, viví mucho tiempo rodeado de la curiosa jerga de los psicólogos, desde que vivo en Viena la profesión mayoritaria entre mis amistades es la medicina.
Asi, a mi alrededor tengo a un famoso internista, un médico de familia, una doctora que trabaja en un laboratorio, y un ayudante de quirófano.
Otros vieneses, como H., están en contacto con la enfermedad -en esta ocasión la mental- aunque no ejerzan la medicina directamente. Todo lo cual, me ha dado la oportunidad de ver cómo los austríacos se enfrentan a la enfermedad y a la muerte.
Hay que decir que, desde antiguo, los habitantes de esta zona del mundo han tenido una relación peculiar con la dama de la guadaña. Los austríacos ven la muerte como algo inevitable, un hecho que debe digerirse con toneladas de humor (negro) y como algo que está irremediablemente engastado en el devenir social de un ser humano.
La muerte, propia y de otros, es tema normal de conversación y fuente de todo tipo de fascinaciones. Se pirran los aborígenes por los detalles más morbosos del fallecimiento de sus amistades y, como los monjes eremitas, parecen vivir siempre en las cercanías de una calavera para recordarse así que polvo somos y que nuestra vida es una chispa de luz entre dos oscuridades insondables.
A los austríacos, sobre todo cuanto más ancianos son, les gusta coquetear con la idea del propio fallecimiento y es común la práctica de comprar un espacio en el cementerio en cuya lápida el dueño graba su nombre y fecha de nacimiento dejando en blanco la del previsible desenlace.
Ahora bien: si los austráicos hacen strip-tease funerario con tanta despreocupación, su actitud ante la enfermedad es muy otra.
Por ejemplo: al objeto de que alucinen, M. cuenta siempre a sus amistades que, en los hospitales españoles, siempre hay lugar en la habitación del enfermo para que pueda descansar un acompañante. Inmediatamente después de soltar esta bomba informativa, y ante la incredulidad de los otros, siempre busca mi confirmación. Y entonces yo relato que, el protocolo de una enfermedad española, entra irremediablemente la figura del pariente abnegado que cuida del enfermo atento a sus más mínimos caprichos. Esa madre que, entre ojeada y ojeada al diez minutos le pone la cuña a la hija, ese visitante perpétuo sin domicilio fijo aparente, que da conversación al doliente y echa monedillas en la tele de pago a fin de que pueda ver el partido de fútbol en la cadena autonómica. Llegados a este punto, M. también me pide siempre que cuente la historia de esa madre y de esa hija que llevan un buen tiempo peleadas porque la hija no se quedó a dormir la preceptiva noche con la madre, convaleciente en un lujosísimo hospital privado de una cirugía menor.
Aquí los austríacos se echan las manos a la caja craneana incapaces de contener la incredulidad y la risa. Preguntan:
-¿Pero a las enfermeras españolas, para qué les pagan entonces?
(Uno tiene que abstenerse de contestar que para que pastoreen a la caravana persa de parientes que hace picnic en los hospitales todos los domingos).
-¿Es que los españoles son tan flojos que no pueden soportar su enfermedad en solitario?
Es aquí en donde hay que explicarles a estos descastados que, cuando uno necesita más respaldo social, es en la hora de la aflicción y del gotero; poco importa que uno tenga una operación de padrastros o una conmoción cerebral. En España la visita, el ofrecimiento, el pasar por el hospital y darle palique al convaleciente (aunque sea al precio de darle porsaco a su compañero de cuarto) son actos a los que obliga la nobleza.
Los españoles vamos al médico en pandilla. Los austríacos, si pueden, solos y rodeados con más medidas de seguridad que Fidel Castro. Con los austríacos no se queda nadie a dormir (sólo con los niños, lo contrario es cosa de Gastarbeiters y de otros colectivos ignorantes de las formas).
Es como si los habitantes de este país tuvieran pudor de ser vistos en un estado vulnerable. Como si sólo quisieran ser recordados en la airosa actitud de bailar un vals eterno.

3 comentarios:

Marona dijo...

Hola!
Espero que este comentario no abra la caja de Pandora otra vez ;-)
Es mucho más inocente. Es una muestra más que ilustra perfectamente el tema de la muerte y los austríacos. Es el osario de la iglesia de Hallstadt (ciudad preciosa, por cierto). En esta web se pueden ver fotos:
http://www.iberimage.com/es/fotodetalle.jsp?id_foto=AU150309.jpg
Petonets!

Marujita Robinson dijo...

Están locos estos austriacos...

Dalia dijo...

Oye Paco, que no se que te parecerá esto que te voy a proponer pero me han pedido que haga mi meme, que a grandes rasgos es contar 8 cosas memorables o interesantes de uno mismo y luego invite a amiguetes mios bloggeros a que hagan lo propio si se animan.
Asi que si no te parece muy tonto ¿porque no cuentas cosillas de ti? Tiene que ser interesante.
Un beso