En algún lugar de Semmering
El lobo feroz
13 de Septiembre.- Ayer detuvieron en Viena a una minicélula de terroristas islamistas. Según dice la policía, pertenecían a ella los fulanitos que colgaron un video en internet antes del verano, en el que aseguraban que, como Alemania y Austria no retirasen sus efectivos de Afganistán, la íbamos a tener (y gorda).
Parece ser que se trata de dos hombres y una mujer. Sorprenden en la escuetísima noticia (en el Heute, que son de montar pollos por un quítame allá ese caníbal alemán, le dedican un recuadrín solamente) sorprenden, digo, las edades de los detenidos, 20,22 y 26. Unos niños. Y sorprende que, al igual que los terroristas que pusieron las bombas en el metro de Londres, los tres son ciudadanos austríacos, nacidos y crecidos aquí, aunque sus padres sean del mundo árabe.
Esto me ha hecho acordarme instantaneamente de la conversación que yo conté aquí un día con mi ex compañero el turco (anteayer, por ausencia injustificada de su puesto, ha sido despedido de la empresa en la que trabajo).
Me decía él que, a pesar de haber nacido en Austria y chapurrear solamente unos rudimentos de turco, él se sentía más cercano de Anatolia que de Steiermark. Y yo alucinaba mucho, porque no lo entendía. De hecho, le he dado desde entonces muchas vueltas a esta afirmación suya intentando que me entrase en la cabeza, con la insistencia de un chimpancé que probase distintas formas de encajar una pieza de madera de un puzle. Y he llegado a la conclusión de que, en esta cultura en la que todos somos más o menos conscientes de ser iguales que el vecino (llevamos la misma ropa, vamos a los mismos sitios, bebemos las mismas cosas, leemos lo mismo) la gente ansía cualquier cosa que le haga sentirse especial, distinta y, en casos extremos, elegida por los dioses para una misión redentora (como si este mundo tuviera algún arreglo, ya ves tú).
Y así, hay jóvenes que le dan al coctel molotov y a la quema de contenedores en el País Vasco, exaltados que piden la independencia de Valdemorillo, tardoadolescentes que viajan a Afganistán a beber la sangre del viejo de la montaña y honrados auxiliares administrativos que se hacen testigos de Jehová, miembros de la Asociación de Amigos del tren de la Fresa, o skinheads.
La mayoría de las personas está necesitada de un marco estable que le proporcione un sentimiento de pertenencia a un grupo. Necesitamos sentir que no vamos por la vida como vaca sin cencerro. Esto, naturalmente, resulta muy difícil en una sociedad como la nuestra, en la que nadie se casa con nadie. Y, lo que en principio resultaba válido y hasta beneficioso para el avance de la sociedad (me estoy refiriendo al busque, compare y, si encuentra algo mejor, cómprelo) se ha revelado desastroso en las relaciones personales. Todos nos hemos convertido en seres facilmente batibles por la competencia. Las relaciones amorosas se empiezan ya desde el primer momento con la perspectiva calculadora de que, en cuanto tengamos la ocasión de cambiar a nuestro cónyuge por uno de gama más alta, no perderemos la oportunidad (la sociedad nos consideraría imbéciles si no lo hiciéramos).
Los vínculos para toda la vida (y, por lo tanto, excluyentes) han sido desestimados por el cuerpo social como una alternativa de progreso viable. Poco a poco, incluso, se cuestiona hasta el papel, hasta ahora incuestionable, de los lazos familiares. De ahí que el animal humano se esté convirtiendo cada vez más, en un ser de amistades. Los amigos estarán ahí cuando tu pareja decida cambiarte por uno más rico, más buenorro o, simplemente, más gracioso o más emocionante, o más nuevo. En una sociedad en la que se prima un estado histérico de emoción constante y bobalicona, de placer sin interrupción, es inevitable que también impere un estado cruel de cosas en el que, al rey muerto, siempre le sustituirá un rey puesto.
Parece ser que se trata de dos hombres y una mujer. Sorprenden en la escuetísima noticia (en el Heute, que son de montar pollos por un quítame allá ese caníbal alemán, le dedican un recuadrín solamente) sorprenden, digo, las edades de los detenidos, 20,22 y 26. Unos niños. Y sorprende que, al igual que los terroristas que pusieron las bombas en el metro de Londres, los tres son ciudadanos austríacos, nacidos y crecidos aquí, aunque sus padres sean del mundo árabe.
Esto me ha hecho acordarme instantaneamente de la conversación que yo conté aquí un día con mi ex compañero el turco (anteayer, por ausencia injustificada de su puesto, ha sido despedido de la empresa en la que trabajo).
Me decía él que, a pesar de haber nacido en Austria y chapurrear solamente unos rudimentos de turco, él se sentía más cercano de Anatolia que de Steiermark. Y yo alucinaba mucho, porque no lo entendía. De hecho, le he dado desde entonces muchas vueltas a esta afirmación suya intentando que me entrase en la cabeza, con la insistencia de un chimpancé que probase distintas formas de encajar una pieza de madera de un puzle. Y he llegado a la conclusión de que, en esta cultura en la que todos somos más o menos conscientes de ser iguales que el vecino (llevamos la misma ropa, vamos a los mismos sitios, bebemos las mismas cosas, leemos lo mismo) la gente ansía cualquier cosa que le haga sentirse especial, distinta y, en casos extremos, elegida por los dioses para una misión redentora (como si este mundo tuviera algún arreglo, ya ves tú).
Y así, hay jóvenes que le dan al coctel molotov y a la quema de contenedores en el País Vasco, exaltados que piden la independencia de Valdemorillo, tardoadolescentes que viajan a Afganistán a beber la sangre del viejo de la montaña y honrados auxiliares administrativos que se hacen testigos de Jehová, miembros de la Asociación de Amigos del tren de la Fresa, o skinheads.
La mayoría de las personas está necesitada de un marco estable que le proporcione un sentimiento de pertenencia a un grupo. Necesitamos sentir que no vamos por la vida como vaca sin cencerro. Esto, naturalmente, resulta muy difícil en una sociedad como la nuestra, en la que nadie se casa con nadie. Y, lo que en principio resultaba válido y hasta beneficioso para el avance de la sociedad (me estoy refiriendo al busque, compare y, si encuentra algo mejor, cómprelo) se ha revelado desastroso en las relaciones personales. Todos nos hemos convertido en seres facilmente batibles por la competencia. Las relaciones amorosas se empiezan ya desde el primer momento con la perspectiva calculadora de que, en cuanto tengamos la ocasión de cambiar a nuestro cónyuge por uno de gama más alta, no perderemos la oportunidad (la sociedad nos consideraría imbéciles si no lo hiciéramos).
Los vínculos para toda la vida (y, por lo tanto, excluyentes) han sido desestimados por el cuerpo social como una alternativa de progreso viable. Poco a poco, incluso, se cuestiona hasta el papel, hasta ahora incuestionable, de los lazos familiares. De ahí que el animal humano se esté convirtiendo cada vez más, en un ser de amistades. Los amigos estarán ahí cuando tu pareja decida cambiarte por uno más rico, más buenorro o, simplemente, más gracioso o más emocionante, o más nuevo. En una sociedad en la que se prima un estado histérico de emoción constante y bobalicona, de placer sin interrupción, es inevitable que también impere un estado cruel de cosas en el que, al rey muerto, siempre le sustituirá un rey puesto.
Y que los que practicamos el estilo antiguo, el del fuego lento y la paciencia, estemos mandados retirar.
Las relaciones humanas han dejado de ser verticales, profundas, y se han revestido de una nueva naturaleza horizontal. Todos valemos lo que vale nuestra red de contactos. En resumen, que cuando uno se siente solo, y andando sobre las arenas movedizas de un mundo cambiante sin la participación de su voluntad, no puede dejar de pensar que ahí fuera hace una temperatura gélida.
Y, quizá, quién sabe, sacrificarlo todo, incluso los principios, por un poco de abrigo. Por el afecto, aunque sea mentiroso y cicatero, que puede proporcionar una minicélula terrorista juramentada para despanzurrar cualquier medio de transporte público en nombre de quién sabe qué.
Y lo peor es darse cuenta de que, cada minuto, todos hacemos cosas que nos convierten en cómplices de este estado de cosas.
Y qué miedo da pensar en lo que podemos llegar a convertirnos.
Las relaciones humanas han dejado de ser verticales, profundas, y se han revestido de una nueva naturaleza horizontal. Todos valemos lo que vale nuestra red de contactos. En resumen, que cuando uno se siente solo, y andando sobre las arenas movedizas de un mundo cambiante sin la participación de su voluntad, no puede dejar de pensar que ahí fuera hace una temperatura gélida.
Y, quizá, quién sabe, sacrificarlo todo, incluso los principios, por un poco de abrigo. Por el afecto, aunque sea mentiroso y cicatero, que puede proporcionar una minicélula terrorista juramentada para despanzurrar cualquier medio de transporte público en nombre de quién sabe qué.
Y lo peor es darse cuenta de que, cada minuto, todos hacemos cosas que nos convierten en cómplices de este estado de cosas.
Y qué miedo da pensar en lo que podemos llegar a convertirnos.
2 comentarios:
Vaya... profundo el de hoy. Ya sabes lo que pienso de las amistades: prefiero pocas y verdaderas que muchas pero inexistentes. Lo de pertenecer a un grupo es algo que me preocupaba mucho en mi época teen. Ahora ya paso de todo. Yo soy así y así seguiré. Besos.
Esto va por ti tambien o como siempre te excluyes.
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