Juegas todos los días con la luz del universo./ Sutil visitadora, llegas en la flor y en el agua.
21 de Noviembre.-
Querida sobrina:
Durante la segunda mitad de los años ochenta del siglo veinte, el ordenador, ese objeto que a ti te parece tan cotidiano, llegó a la vida de la gente.
Aquellos trastos con memorias irrisoiras (64 kilobytes tuvo el primero que compartimos tu padre y yo) producían unos gráficos hechos de cuadraditos que tardaban siglos en moverse. Los programas estaban almacenados en casettes o en grandes discos cubiertos por una carcasa de plástico negro, y los sonidos que emitían nos transportaban a un mundo casi sobrenatural. Máquinas monstruosas, que ocupaban una habitación, eran capaces de la ímproba tarea de jugar al ajedrez con los más sesudos campeones rusos (y, a veces, ganaban).
Pues bien: en aquella época, un programador soviético de la Academia de Ciencias de Moscú inventó un juego que, hoy en día, llevan de serie hasta los móviles más tontos: el tetris. En la Wikipedia podrás encontrar el azaroso viaje de este juego desde el Moscú comunista hasta los Estados Unidos, que es paralelo al viaje que el bloque soviético hizo de las nieves perpetuas a las alegrías culpables del capitalismo.
En la maquinita del bar “El Jaro” que estaba debajo de la casa de tus abuelos, la cosa consistía en que, al ritmo de una musiquilla rusa, iban apareciendo piezas que uno tenía que ir encajando para formar líneas que, una vez completadas, desaparecían emitiendo un pimpante sonido.
La vida, Ainara, es un poco como ese juego. Por mucho que se mueva, uno está fijo, esperando las piezas que caerán. Nuestra capacidad de modificar el mundo que nos rodea es mínima. Apenas un círculo de tiza alrededor de nuestros pies. Pocas cosas dependen de nosotros. Todo lo más, la habilidad que podamos tener para ir integrando los materiales que la vida nos entrega sin muchos miramientos. En otras palabras: si de nosotros no dependen los acontecimientos (sujetos a fuerzas tan terribles como el azar, o la genética, que carecen de criterio), lo que sí que depende de nosotros es lo que hacemos con esos acontecimientos. Cómo nos afectan, cómo nos modifican. Cómo los integramos en nuestra vida para que no sean inútiles.
Hay dos mantras que me he repetido durante toda mi vida y que resumen un poco esto. O lo clarifican.
Uno es: “La vida es un diez por ciento como es y un noventa por ciento cómo nos la tomamos” (la percepción, siempre la percepción que tenemos de las cosas) y el otro,mucho más pedestre, es: “Si la vida te da flores, pues flores; y si te da estiercol, al menos ya tienes un sitio donde plantar las semillas de las flores”.
Ultimamente, y sobre todo debido a mi residencia en esta tierra, a los dos mantras se ha unido un tercero: “¿Qué puedo aprender de todo esto?” que yo creo que los resume a los dos y los integra, porque lo que aprendemos de las cosas que nos pasan queda para siempre con nosotros y, con suerte, puede ser transmitido.
A lo largo de tu vida tendrás muchos momentos de felicidad. Ocupada en ellos, te distraerás de intentar sacar conclusiones. Pero los momentos tristes serán los que más te enseñarán. Porque cualquier dolor trae perplejidad, y la perplejidad suscita las preguntas. Llegará el dia en que, si eres lista, le darás las gracias a los profesores duros, a ese chico del colegio del que te enamoraste y que no te hizo ni puto caso, le darás las gracias a los amigos desaprensivos, a las largas horas encerrada en tu habitación esperando un milagro que no llega. Agradecerás las ilusiones puestas en un proyecto que al final quedó en agua de borrajas. Todas esas cosas, sobrina, te habrán enseñado más sobre tu propia esencia que los escasos minutos de felicidad inconsciente de sí misma.
Te habrán enseñado los mecanismos por los que el dolor se manifiesta en ti, y habrás aprendido a reconocerlos en otras personas. Te habrán enseñado que, en los momentos más difíciles, a veces basta con que alguien se siente a tu lado y no diga nada. Porque hay situaciones en las que no hay nada que decir. Te habrán enseñado que ayudar a los que nos acompañan en este viaje insensato es una tarea que exige una gran delicadeza, porque la infelicidad nunca dura eternamente, y hay pocas personas a las que les guste que les recuerden que alguna vez fueron vulnerables.
Te habrán enseñado, Ainara, a vivir.
Muchos besos de tu tío.
Durante la segunda mitad de los años ochenta del siglo veinte, el ordenador, ese objeto que a ti te parece tan cotidiano, llegó a la vida de la gente.
Aquellos trastos con memorias irrisoiras (64 kilobytes tuvo el primero que compartimos tu padre y yo) producían unos gráficos hechos de cuadraditos que tardaban siglos en moverse. Los programas estaban almacenados en casettes o en grandes discos cubiertos por una carcasa de plástico negro, y los sonidos que emitían nos transportaban a un mundo casi sobrenatural. Máquinas monstruosas, que ocupaban una habitación, eran capaces de la ímproba tarea de jugar al ajedrez con los más sesudos campeones rusos (y, a veces, ganaban).
Pues bien: en aquella época, un programador soviético de la Academia de Ciencias de Moscú inventó un juego que, hoy en día, llevan de serie hasta los móviles más tontos: el tetris. En la Wikipedia podrás encontrar el azaroso viaje de este juego desde el Moscú comunista hasta los Estados Unidos, que es paralelo al viaje que el bloque soviético hizo de las nieves perpetuas a las alegrías culpables del capitalismo.
En la maquinita del bar “El Jaro” que estaba debajo de la casa de tus abuelos, la cosa consistía en que, al ritmo de una musiquilla rusa, iban apareciendo piezas que uno tenía que ir encajando para formar líneas que, una vez completadas, desaparecían emitiendo un pimpante sonido.
La vida, Ainara, es un poco como ese juego. Por mucho que se mueva, uno está fijo, esperando las piezas que caerán. Nuestra capacidad de modificar el mundo que nos rodea es mínima. Apenas un círculo de tiza alrededor de nuestros pies. Pocas cosas dependen de nosotros. Todo lo más, la habilidad que podamos tener para ir integrando los materiales que la vida nos entrega sin muchos miramientos. En otras palabras: si de nosotros no dependen los acontecimientos (sujetos a fuerzas tan terribles como el azar, o la genética, que carecen de criterio), lo que sí que depende de nosotros es lo que hacemos con esos acontecimientos. Cómo nos afectan, cómo nos modifican. Cómo los integramos en nuestra vida para que no sean inútiles.
Hay dos mantras que me he repetido durante toda mi vida y que resumen un poco esto. O lo clarifican.
Uno es: “La vida es un diez por ciento como es y un noventa por ciento cómo nos la tomamos” (la percepción, siempre la percepción que tenemos de las cosas) y el otro,mucho más pedestre, es: “Si la vida te da flores, pues flores; y si te da estiercol, al menos ya tienes un sitio donde plantar las semillas de las flores”.
Ultimamente, y sobre todo debido a mi residencia en esta tierra, a los dos mantras se ha unido un tercero: “¿Qué puedo aprender de todo esto?” que yo creo que los resume a los dos y los integra, porque lo que aprendemos de las cosas que nos pasan queda para siempre con nosotros y, con suerte, puede ser transmitido.
A lo largo de tu vida tendrás muchos momentos de felicidad. Ocupada en ellos, te distraerás de intentar sacar conclusiones. Pero los momentos tristes serán los que más te enseñarán. Porque cualquier dolor trae perplejidad, y la perplejidad suscita las preguntas. Llegará el dia en que, si eres lista, le darás las gracias a los profesores duros, a ese chico del colegio del que te enamoraste y que no te hizo ni puto caso, le darás las gracias a los amigos desaprensivos, a las largas horas encerrada en tu habitación esperando un milagro que no llega. Agradecerás las ilusiones puestas en un proyecto que al final quedó en agua de borrajas. Todas esas cosas, sobrina, te habrán enseñado más sobre tu propia esencia que los escasos minutos de felicidad inconsciente de sí misma.
Te habrán enseñado los mecanismos por los que el dolor se manifiesta en ti, y habrás aprendido a reconocerlos en otras personas. Te habrán enseñado que, en los momentos más difíciles, a veces basta con que alguien se siente a tu lado y no diga nada. Porque hay situaciones en las que no hay nada que decir. Te habrán enseñado que ayudar a los que nos acompañan en este viaje insensato es una tarea que exige una gran delicadeza, porque la infelicidad nunca dura eternamente, y hay pocas personas a las que les guste que les recuerden que alguna vez fueron vulnerables.
Te habrán enseñado, Ainara, a vivir.
Muchos besos de tu tío.
2 comentarios:
No se si este post te lo agradecerá Ainara algún día (seguro que si) pero a mi, al menos, me ha venido como anillo al dedo.
Gracias Paco.
un abrazo
cariño cuando veas esto ya te habras enterado que se ha muerto un gran acto como Fernando Fernan Gómez,la carta de hoy muy bonita un beso
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