2 de Enero.- Mi querida niña:
Cuando te escribo estas cartas, desde Viena, lo hago pensando en la persona que serás. No deja de ser un esfuerzo para la imaginación dirigirse a una criatura virtual, de veinte años, de diecisiete, que está esperándome en un punto indeterminado de las dos próximas décadas. A esa persona, que me leerá en el 2024 le digo: Ainara, la semana pasada te descubriste las manos. De pronto, te vimos observarte esas cosas que has notado que tienes al final de los brazos. Ya no era el reflejo que compartimos con nuestros hermanos los primates, aquel rastro último de nuestra vida en las ramas de los árboles. Eras tú, Ainara, que proyectabas tus extremidades hacia el chupete huidizo o hacia la luz, para comprobar los efectos que la luz dibujaba sobre tus dedos. También has adoptado un gesto curioso, que he visto hacer a otros bebés y que pertenece, sin duda, al esfuerzo de localización de las manos: te las coges y te las frotas como una viejecilla que estuviera anticipando quién sabe qué oculto placer. Y te ríes, Ainara, te ríes mucho. Eres una niña supersimpática (y no es pasión de tío). Te da igual quién te tenga en los brazos: basta con que te hablen. O con que te silben. La música te encanta. Tu padre te pone conciertos de Queen y de los Héroes del Silencio (vamos, se los pone él cuando te despiertas demasiado temprano por las mañanas y se queda frito viéndolos mientras tú exploras el mundo). Tu madre a Ricky Martin. Mientras te bañan, un disco de canciones infantiles que incluye Debajo un Botón y otras. De Austria, el Weinachtsmann te ha traido un disco de Mozart para niños. Aún es pronto para que reconozcas melodías (por ser pronto, aún lo es para que relaciones el sonido de tu nombre contigo misma) pero es indudable que crecer en una casa llena de música, sea como sea esa música, es algo que te ayudará a encontrar refugio cuando las cartas te vengan mal dadas.
Aunque, teniéndote delante, es imposible no creer en el optimismo. Porque tú lo transmites.
No sé el descubrimiento que harás la semana que viene, porque yo no estaré para verlo. Aunque no te preocupes: ya me encargaré de informarme. Lo que sí es cierto es que para mí tú entera has sido un descubrimiento. Es asombrosa la capacidad de renovación que tienen los niños en este primer estadio de la vida. Cuando son el cruce de mil posibilidades y su cerebro es una casa en obras en la que constantemente se perfeccionan y se optimizan cosas. Del bebé que dejé hace menos de dos meses a este despliegue de nuevas actividades. A estos ojos que, cuando hablo o cuando me muevo por una habitación, me siguen, me preguntan, me contemplan con no sé qué curiosa indulgencia, con una clase nueva de dulzura. Como nunca unos ojos me han visto hasta ahora. Bueno, quizá los de mi madre. Quizá los de mi padre.
La semana que viene estaré ya en Viena, inmerso en la rutina , en quién sabe qué nuevos pasos que me llevarán en el tiempo, Ainara, hasta el momento en que me puedas leer.
Hasta entonces, besos de tu tío.
Pórtate bien.
Cuando te escribo estas cartas, desde Viena, lo hago pensando en la persona que serás. No deja de ser un esfuerzo para la imaginación dirigirse a una criatura virtual, de veinte años, de diecisiete, que está esperándome en un punto indeterminado de las dos próximas décadas. A esa persona, que me leerá en el 2024 le digo: Ainara, la semana pasada te descubriste las manos. De pronto, te vimos observarte esas cosas que has notado que tienes al final de los brazos. Ya no era el reflejo que compartimos con nuestros hermanos los primates, aquel rastro último de nuestra vida en las ramas de los árboles. Eras tú, Ainara, que proyectabas tus extremidades hacia el chupete huidizo o hacia la luz, para comprobar los efectos que la luz dibujaba sobre tus dedos. También has adoptado un gesto curioso, que he visto hacer a otros bebés y que pertenece, sin duda, al esfuerzo de localización de las manos: te las coges y te las frotas como una viejecilla que estuviera anticipando quién sabe qué oculto placer. Y te ríes, Ainara, te ríes mucho. Eres una niña supersimpática (y no es pasión de tío). Te da igual quién te tenga en los brazos: basta con que te hablen. O con que te silben. La música te encanta. Tu padre te pone conciertos de Queen y de los Héroes del Silencio (vamos, se los pone él cuando te despiertas demasiado temprano por las mañanas y se queda frito viéndolos mientras tú exploras el mundo). Tu madre a Ricky Martin. Mientras te bañan, un disco de canciones infantiles que incluye Debajo un Botón y otras. De Austria, el Weinachtsmann te ha traido un disco de Mozart para niños. Aún es pronto para que reconozcas melodías (por ser pronto, aún lo es para que relaciones el sonido de tu nombre contigo misma) pero es indudable que crecer en una casa llena de música, sea como sea esa música, es algo que te ayudará a encontrar refugio cuando las cartas te vengan mal dadas.
Aunque, teniéndote delante, es imposible no creer en el optimismo. Porque tú lo transmites.
No sé el descubrimiento que harás la semana que viene, porque yo no estaré para verlo. Aunque no te preocupes: ya me encargaré de informarme. Lo que sí es cierto es que para mí tú entera has sido un descubrimiento. Es asombrosa la capacidad de renovación que tienen los niños en este primer estadio de la vida. Cuando son el cruce de mil posibilidades y su cerebro es una casa en obras en la que constantemente se perfeccionan y se optimizan cosas. Del bebé que dejé hace menos de dos meses a este despliegue de nuevas actividades. A estos ojos que, cuando hablo o cuando me muevo por una habitación, me siguen, me preguntan, me contemplan con no sé qué curiosa indulgencia, con una clase nueva de dulzura. Como nunca unos ojos me han visto hasta ahora. Bueno, quizá los de mi madre. Quizá los de mi padre.
La semana que viene estaré ya en Viena, inmerso en la rutina , en quién sabe qué nuevos pasos que me llevarán en el tiempo, Ainara, hasta el momento en que me puedas leer.
Hasta entonces, besos de tu tío.
Pórtate bien.
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