Viento en las velas

18 de Junio.- Querida Ainara: el domingo pasado, tu abuela me mandó las fotos con el traje de gitana que te compré en Valencia. Tu padre y tu madre organizaron un posado igna de una estrella de cine, en el flamante cesped del jardín de tu casa, orgullo y deslomamiento de tu padre y de tu abuelo.
En la foto que tengo de fondo de pantalla en el teléfono móvil, estás sentada, delicada como una flor oriental, la cabeza ligeramente ladeada, mirando a la cámara. Cuando te vi, caí en la cuenta de que ya hace casi un año que llegaste y que, esta correspondencia que voy echando al buzón del tiempo, también cumplirá pronto un año de recorrido.
Durante este tiempo has hecho progresos espectaculares (aunque lo mejor esté aún por llegar, Ainara, cuando empieces a intentar domar al potro salvaje del lenguaje). Has aprendido muchas cosas y, de una manera ruidmentaria, has empezado a desarrollar una personalidad y a expresar filias y fobias. Ya sabemos todos que lo que más te gusta en el mundo es un muñeco, al que tu padre ha bautizado como “Capitán Patito”, que es el remedio mágico para que te eches unas risas. Pero, sobre todo, sobrina, ahora empiezas a desplegar tu enorme curiosidad (que creo que es un patrimonio familiar). Estás empezando a preguntarle al mundo, asombrada, supongo, por la variedad de estímulos que te llegan de él.
Desgraciadamente, esa curiosidad que ahora mismo está empezando a hacer su aparición, en la mayoría de los casos, se va perdiendo con la edad. El cerebro se vuelve perezoso (organicamente, conforme pasan los años, es cada vez menos plástico y más resistente al aprendizaje). Hac epoco, leí en el periódico que toda nuestra vida se desarrolla en diez kilómetros cuadrados, como media. Eso no es nada. Bien pensado, tampoco hemos progresado tanto desde la edad media. Seguimos relacionándonos, primordialmente, con los habitantes de nuestra aldea. Recorremos los mismos caminos cada día, afrontamos las rutinas sin atrevernos a soñar, y eso, sobrina, poco a poco, va matando nuestra capacidad de innovación y, a la larga, se cepilla nuestra inteligencia y la deja para hacer sudokus.
Recuerdo todo el primer año de vivir en Austria como una gran ola refrescante. Todo era nuevo. Me sentía un pionero conquistando una tierra salvaje, luchando contra el dragón de un idioma que, hoy por hoy, no es que se haya vuelto dócil, pero se deja querer. Me descubrí toda una serie de capacidades que nunca hubiera sospechado que tenia. Entre ellas, sobrina, una gran resistencia a la soledad (yo, que siempre me sentí contento siendo un nudo de una red). Descubrí que podía sobrevivir diariamente con cantidades de dinero que antes me hubieran parecido ridículas y que la sonrisa, bien usada, es la más poderosa de las armas cuando la palabra fracasa (en mi caso, al principio, fracasaba casi siempre). Descubrí que, ante la adversidad, soy una nuez. Que tengo la capacidad de replegarme al centro de mí mismo, como las bacterias y los virus en estado de hibernación, como las semillas que pueden aguantar décadas en el desierto esperando la lluvia que no llega. Descubrí que hay un atractivo salvaje en lo desconocido, en ver paisajes que uno no ha visto nunca, en intentar entender costumbres que a uno le parecen demenciales, o ridículas, o graciosas o, simplemente, inescrutables. Poco a poco, sin embargo, las dosis de novedad que mi nueva vida me ofrecía fueron haciéndose menores. Las situaciones límite (como intentar descifrar horarios de trenes o indicadores de metro) se fueron espaciando. Poco a poco, mi radio de acción se fue reduciendo a los diez kilómetros cuadrados de la media. Y desde entonces, sobrina, tengo un hueco en el alma. Echo de menos la sensación de hormigueo, de adrenalina rampante, que me asaltó cuando pisé el aeropuerto de Schwechat el día 11 de octubre de 2005.
Sin embargo, sobrina, la inquietud que tengo ahora no es física. No te asustes. No quisiera viajar a otro país (aunque los grandes desiertos polares me fascinen, quizá porque tengo la intuición de que van a desaparecer pronto). Mi inquietud es espiritual, Ainara.
Desde hace tiempo, siento que hay determinadas cuestiones que me ofrecen sólo una superficie pulida y reflectante, aparentemente perfecta, pero que no he llegado al fondo de las cosas. Un libro que suelo regalar dice que “lo esencial es invisible a los ojos”. Siento, sobrina, que me estoy perdiendo algo esencial. Y esa situación me produce la misma inquetud que tú tienes ahora, de tocarlo todo, de interrogarlo todo, de preguntarte (aún sin palabras) cómo funcionan las cosas.
Tengo sed, Ainara. Aún no sé de qué. Aún es una sensación muy vaga. Pero tengo sed. Quizá de entender el sentido de las cosas, la lógica de la canción del universo. Los misterios infinitos que pueden ocultar diez kilómetros cuadrados.
Besos de tu tío

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