Tras la pista de Norman
14 de Julio.- Después de comprobar el éxito que, entre la comunidad gay, tiene mi vello supérfluo, decidí que ya estaba bien de frivolidad y, ayer, me reencontré con la naturaleza en mi paseo campestre semanal. Ya se sabe: le bonheur dans le pré.
Explico esto del vello porque la frase ha quedado rara. Resulta que a mí, lectoras y lectores del mundo mundial, me gusta trabajar cómodo. Y como no es plan ese de hacer fotos a la japonesa chorreando de sudor, pues yo, fue llegar a la cabalgata o desfile, y me puse confortéibol. Quedéme en pantalones cortos, desnudito, obviamente, de cintura para arriba. Y, como en el país de los lampiños, el peludilllo es el rey, a muchos asistentes al desfile le pusieron bastante mis pelos pectorales (que hacen del resto de mis compatriotas los primeros europeos en gasto de artilugios depilatorios, y no es coña). Cada diez metros se me acercaba alguien y me metía un gutschein o folleto en la cinturilla de los vaqueros o me tiraban cosas regalitos desde las carrozas ( y yo, nada, impertérrito: clasclasclás con la cámara) o, inclusive, me enfocaban el objetivo (FOTOGRÁFICO) hacia la zona pechonal –que, por otra parte, no es nada espectacular- deleitándose, me da que golosamente, en la señal más visible de que nací en el Mediterráneo, como Serrat.
Sorprendentemente, tanta exhibición de mis carnes morenas no tuvo consecuencias. O sea, que, a pesar de la solana, no me achicharré vivo. Eso sí, no me libré de la conversación que me persigue:

PACO: Hola, que servus. Que qué calor hace, chiquillo.
AMIGO (Aborígen): ¿Calor? Pero si hace una temperatura perfecta. Cuarenta graditos de nada.
PACO: Pues yo estoy torrao, colega.
AMIGO (Aborígen): pero si tú eres español, deberías estar acostumbrado, ¿No?

Huelga decir que, evidentemente, no estoy acostumbrado. La diferencia, como ya hemos dicho, entre los que sabemos (experiencia ancestral) que el sol es mejor evitarlo en cantidades industriales y los guiris estos, es que a nosotros el sol nos da respeto; en cambio, ellos viven en el filo de la navaja del cáncer de piel como si nada.
En fin: que tras este chute de vanidad el domingo me lo pasé más calmadamente.
Como es habitual, e incluso diría que imprescindible para el equilibrio del alma, emprendí un paseo por el Lobau.
Allí, entre la floresta salvaje, fui pasto de mosquitos, escuché el amoroso croar de los batracios –que huían cuando yo ponía el pie cerca de donde estaban tomando el bochornote- e, incluso, tuve un especial estremecimiento cuando me subió la adrenalina al pensar, señoras y señores que, entre aquel pasto, tenía que haber unas garrapatas como camellos de la península arábiga.
En una de esas decisiones de las que uno tiene tiempo de arrepentirse, al pasar por el Lobau Museum (Museo del Lobau) le dije a mis acompañantes:

-Mira qué bonito . Chicos ¡Un museo! Podríamos entrar, que es gratis –el argumento crematístico siempre funciona con los aborígenes.

No sabía yo que, entre los visillos, nos acechaba un amable octogenario –amable, demasiado amable- que, una vez pusimos el pie en su umbral, saltó de su escondrijo llave en mano (la del museo) dispuestos a enseñarnoslo. El amable octogenario, que soltó una perorata en dialecto vienés nada más le dirigimos la palabra, iba vestido solamente con un bañador de licra bastante dado de sí y una camisa guayabera de las que popularizó Jesús Gil (q.e.p.d.).
Nos abrió la puerta del sancta sanctorum y, lo primero que nos dijo fue:

-Mírense, mírense en este espejo.

Señalando uno bastante cagado de moscas, la verdad.
Nos miramos, obedientes, y pudimos ver que, a la altura de nuestro esternón, un cartel de madera decía, amenazante:
Tiene usted delante al único depredador de los animales”.
Shit yourself, little parrot.
Con estos principios, emprendimos un camino por el museo más grimoso del mundo, junto con el improvisado que Norman Bates tenía montado en su motel de carretera.
Bichos disecados de todas las especies, cascarones de insectos muertos atravesados con alfileres, grandes hongos resecos pudriéndose en la oscuridad, peces nadando en cubos de cristal de aguas turbias, telarañas en las que hubiera podido quedar atrapado un Boeing 747. Y yo:

-Qué ascazo, macho. Vámonos de aquí.

Pero los aborígenes, escuchando respetuosos al sosias de Norman, que iba detrás de nosotros recordándonos, como el ángel exterminador, que éramos los únicos depredadores de las amables bestias, los responsables del cambio climático y de no sé qué más catástrofes.
Qué mal rollo, coleguita. Como hubiera dicho la Jurado:

-Más nunca vuelvo yo a un museo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Jaja!! que divertido el post!!
me he reido un buen rato, al igual que el de la peluqueria, son muy graciosos los dos!!
en el caso de las niñas, yo al menos lo recuerdo asi...como eran bastante mas espaciadas las visitas a la peluqueria...era emocionante, porque aunque solias acabar con el mismo corte de pelo de siempre, te daba la sensación de estrenar modelito...
pero si...era bastante terrible cuando te apretaban el moflete y te gritaban por una oreja preguntandote por el cole, mientras te quemaban la otra con el secador!!!
Me ha hecho mucha gracia que te llamase tambien la atención lo del misterio del cuarto secreto de los peluqueros.....a mi tambien me intrigaba....se metian dentro y estaban un rato preparando brebajes o menesteres misteriosos.
En fin....recuerdos entrañables que nos has traido...gracias una vez mas!!!

Srta. Bullock
! o si ibas sola e innovabas con un flequillo o lo de ir a la peluqueria era

Paco Bernal dijo...

Hola Sandra!
Espero que estés bien entre las brumas nórdicas. Los niños lo que tienen que aguantar jajaja. Pero creo que es necesario para aprender esa hipocresía tan útil con fines sociales :-)
Besos mil