Un viaje a Madrid

27 de Agosto.- Querida Ainara: desde que volví de tu cumpleaños/bautizo no paro de cantar que “tengo en mi ranchito un chivito muy bonito”. Gracias a Dios, los aborígenes no saben lo que canto, y tampoco tienen el nivel de español suficiente para saber por qué cuando canto tres versos de “Me gusta mi novio”(¡Por qué! Por lo celoso) me descojono de risa. Pero el caso es que tú eres la responsable de que esas canciones hayan entrado en mi vida –te hacen reir cuando estás con la manta a cuadros- y ya, inevitablemente, esas canciones están unidas a ti.
En mi anterior carta hablé de la experiencia de vivir en una casa de vecinos, y mencioné de pasada –o no tanto- que, tu padre y yo, vivíamos en un pueblo que, entonces, estaba muy alejado de Madrid. Eso, hoy, ha cambiado, y ese pueblo está hoy a punto de ser engullido por una capital que acoge a más de tres millones de almas. El caso es que aquel trozo determinado de mi carta me trajo a la memoria algunos detalles de lo que, entonces, era un viaje a Madrid (por ejemplo, para ver a don Artermio, aquel médico que, como se decía entonces, “nos pasaba por rayos”). La otra noche, soñé con uno de aquellos viajes, de la mano de tu abuela, entonces yo un chaval. Y, en el calor de la noche madrileña, se me representaron todos los detalles de aquellas excursiones con una gran vividez.
Me acordé entonces de que, hace unos años, vi en uno de los museos dedicados a la historia de Madrid –un museo de pintura que está en el cuartel del Conde-Duque- un cuadro que representaba la Plaza de Castilla, extremo más salvaje de aquella ciudad que no ha dejado de serlo. Una plaza polvorienta e informe en la que empezaba un metro que tenía los asientos de madera. Era aquella la meta de un viaje que, para nosotros, empezaba a doce kilómetros más o menos. Un viaje en el que se invertían sus buenos tres cuartos de hora.
Las cocheras de los autobuses que describí en mi carta anterior –probablemente unas camionetas carraspeantes de la marca Pegaso, que hacían la ruta varias veces al día a horarios sumamente intempestivos- estaban cerca de nuestra casa, en la perpendicular a nuestra calle, pero la parada estaba en la calle principal del pueblo. Se esperaba en un localcito pequeño, raquítico, que hoy ocupa una inmobiliaria –si es que no ha cerrado ya-; el localcito estaba pintado de un tono indefinible de blanco, y tenía un banco corrido de madera oscura. En uno de los rincones de la habitación se sentaba un viejecito encorvado que llevaba una gran cesta de mimbre llena de piruletas –las más dulces del mundo, puesto que nunca las probé- algunos juguetes menesterosos, tebeos, y bolsas de pipas y de otros frutos secos-; aún lo recuerdo, en invierno, con su diminuta puerta acristalada, y su estufilla; las viejas con los pañuelos negros, el vaho de las conversaciones.
Cuando el autobús venía de Madrid, se formaba una algarabía delante de la puerta del conductor. Al pie del vehículo se ponía un hombre con una riñonera de cuero, el cobrador. Él era el que despachaba los billetes de un pequeño block rosa o verde manzana, sujeto con una grapa. Se mojaba el dedo índice y contaba tantos billetes como le pidiera tu abuela –no me acuerdo si los niños pagaban entonces-. Cuando subíamos a la destartalada camioneta, tu padre y yo siempre tendíamos a irnos hacia atrás, que era en donde estaba el peligro, según tu abuela. Su voz nos conminaba a sentarnos en las primeras filas. Nosotros íbamos delante, ella, detrás.
El autobús pronto se ponía en movimiento, atravesando aquellas mañanas de mi infancia, sobre las que siempre parecía flotar una luz blanca, un polvo plateado que teñía las cosas de una tonalidad fría y brillante. Tu padre y yo, ibamos mirando los edificios que iban pasando a una velocidad que nos parecía de vértigo, montados en aquel bicho que vibraba como un cohete recién lanzado de Cabo Cañaveral.
Las casitas amontonadas, restos de aquella pobreza de Castilla, las carnicerías con su género amontonado en los escaparates, oloroso a sangre, las ancianas sentadas a las puertas, con su caja de verduras y una romana que reposaba en el suelo.
Al salir del pueblo limítrofe al nuestro, en la parada que, aún hoy, es conocida como “El Bar África” (aunque el bar haga ya años que desapareció) se abría una extensión de nada amarilla y parda que sólo rompían algunos edificios industriales, algunos poblados de chabolas, con su burro pintoresco molestado por los niños, y los Estudios Roma en los que, entonces, se grababa el “Un,dos,tres” –el programa favorito de entonces- y que hoy acogen los locales de una cadena privada de televisión. Tu padre y yo acechábamos al pasar los callejones entre los edificios, buscando restos identificables de los decorados de aquel programa que, para nosotros, era una sucursal de la magia.
Poco después, el autobús llegaba a Madrid, a aquella Plaza de Castilla dominaba por el gran depósito de agua del Canal de Isabel Segunda, principio de la Castellana, fría e imperial.
Cómo ha cambiado todo desde entonces, con qué supersticioso respeto hablábamos, se hablaba, de “ir a Madrid”, de “bajar a Madrid”, como si Madrid fuera el fin del mundo.
A lo mejor para ti, que vives aún más lejos de lo que yo lo hacía entonces, recupere Madrid esa cualidad mágica.
Tendré que esperar algunos años para averiguarlo.
Besos de tu tío.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué bonito...

RBD dijo...

¡Qué lindo relato, Paco!

Parece que compartimos la nostalgia casi como si fuera un "guilty pleasure". Un abrazo muy grande,

Rafa Barceló Durazo

amelche dijo...

Este post mío me recuerda un poco a los que le escribes a tu sobrina. Supongo que porque somos de la misma quinta (yo un par de años mayor) y son relatos de la España del Cuéntame. :-)

Paco Bernal dijo...

Hola!
Gracias por vuestros comentarios:
A Myriam: pues sí, aunque sospecho que el grado de belleza de los recuerdos depende mucho de la distancia a la que se narren. El metro de ahora es más bonito y la plaza de Castilla más habitable que entonces.
A Rafa: hola, campeón! :-)Hay pocos placeres culpables, aunque la nostalgia quizá sea uno de ellos...Es el único remedio que tenemos para defendernos del paso del tiempo. Somos lo que abarca nuestra memoria.
Un abrazo muy grande para ti también; cuidate mucho.
a Amelche: efectivamente, es la España de Cuéntame -muy bonito tu post, por cierto- aunque yo creo que esa España ha ganado desde la distancia. En vivo y en directo no debía de ser tan agradable.
Como cantaba Serrat: "Tus recuerdos son cada día más dulces/el olvido sólo se llevó la mitad".
Saludos

amelche dijo...

Sí, supongo que sí. No creo que a nuestros padres les pareciera en su momento tan bonito.