Viena, fin de año

(No suelo publicar textos de otros en este blog, pero mi primo N. me ha mandado este texto de Hermann Tertsch que ha salido publicado hoy y, a pesar de que su autor me cae como una patada en la zona escrotal, y a pesar de lo enrevesado de la prosa -los hay que revuelven el charco para que parezca más profundo- he decidido colgarlo porque dice muchas cosas sobre la importancia de las formas que yo ayer intentaba explicar con poco éxito, por lo visto; además el texto habla de una de las ciudades que más quiero. Con lo cual, nos sobran los motivos. Gracias, primo).

HERMANN TERTSCH

HACÍA muchos años que no pasaba una Nochevieja fuera de Viena. Este año no ha podido ser porque la familia llama por otras latitudes. Ha sido, mi Nochevieja vienesa, una costumbre alimentada por mi amor a esa mi ciudad y por la absoluta correspondencia con mi padre, un austriaco nacido en Trieste pero tan profundamente vienés como el más aguerrido y vitriólico Karl Kraus, como los más melancólicos Peter Altenberg y Joseph Roth o como el pausado y sarcástico Friedrich Torberg. Cuando aun, hace décadas, celebraba la Nochevieja con mi padre, que hoy reposa en el Cementerio Británico de Carabanchel, nuestra Navidad era profundamente vienesa, en ese meandro cuasiserrano de Madrid que era Chamartín. Ahora sé que la música de Mozart, los dulces de la Pastelería Húngara, aquel maravilloso árbol de Navidad con manzanas naturales pulidas sobre las que ardían las velas, y las inmensas bolas de rojo y dorado intenso que tan fácilmente se rompían, no eran algo más. Eran las formas. Eran liturgia.
Los niños y los adolescentes nos reíamos mucho de ello. Pasamos años riéndonos de los esfuerzos litúrgicos de los mayores. Hasta que, por defunción, no pudimos contarles a quienes nos habían hecho aquel regalo lo importante que para nosotros había sido. Después, tras haber visto muchas desgracias y muchísimos muertos en morgues no sólo tercermundistas sino también centroeuropeas, muy cercanas a la Catedral vienesa de San Esteban, retorné a la Nochevieja vienesa. A la mañana siguiente siempre sentía el ánimo que me daba la Marcha de Radetzky del Musikverein, para mí inseparable de mi querido e inolvidable Paco Eguiagaray. Volví también, por supuesto, por toda la familia y amigos que allí sé que me quieren y que celebran unas Navidades y un Fin de Año con solemnidad y formas muy diferentes a lo que aquí por desgracia se ha impuesto.
Cada año que pasa creo más en los símbolos y en los gestos. Quizás alguien podría adivinar que es a la liturgia. Cada día valoro más a quienes aprecian y respetan las formas. Cada vez venero más a las formas mismas. Hubo tiempos en los que personajes que se presumían indestructibles, una especie de ícaros chulescos, planeábamos sobre los acontecimientos y la historia con la arrogancia shakespeariana de quienes, sin límites ni Dios, tocábamos todas las teclas del sentir humano con el desprecio definitivo al escrúpulo y al trato. Hoy me acuerdo una vez más de Viena y soy feliz porque un amigo, Carlos Herrera, está recorriendo mis veredas entre el Bräunerhof de Thomas Bernhard y el Landtmann de Altenberg. Entre el martini seco del Bar Azul del Sacher y el aguardiente de pera del Hawelka. Y pienso en el amor a las formas de mi padre, su perseverancia en la solemnidad que sus hijos se tomaban a broma y en la contundencia de las costumbres en la articulación de las formas de la amistad y del amor. En que la vida buena es en gran parte liturgia. Viena es mi prueba.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es un placer leer a Tertsch, uno de los corresponsales españoles más importantes de cuantos han tenido como destino Viena, junto al mencionado Eguiegaray o Ramiro Villapadierna. Gracias por compartir con nosotros esta bonita patente.