Mañanitas de abril
22 de Abril.- Querida sobrina: desde que tú llegaste me está pasando una cosa curiosa: me estoy reconciliando con mi infancia.
De vez en cuando, vienen a mi memoria trozos de mi niñez como restos de un naufragio, y yo los recojo, los examino y siento una nostalgia extraña que ya no es tanto, como solía, tristeza por la infinidad de oportunidades perdidas.
Por ejemplo: el otro día me puse pantalones cortos por primera vez este año y, al salir a la terraza de mi casa, sentí de pronto un agradable frescor en las espinillas. Como un fogonazo, me vinieron a la mente mis piernas de niño, el principio del verano en Madrid. Los primeros pantalones cortos de aquel espantoso uniforme. Unos de tergal marrón que siempre se quedaban nuevos (y era una pena) porque nunca nos daba tiempo a usarlos más que quince o veinte días antes de que llegaran las vacaciones.
Siguiendo la senda de mis pensamientos llegué a ese dulce cansancio de las mañanas de primavera; la habitación aún fresca por la noche pasada y, bajo las mantas, una tibieza que da mucha más pereza abandonar que el calor primario del invierno. Es una de ls sensaciones más perfectas del mundo, la sábana tibia acariciando los pies descalzos durante una mañana de abril.
Cuando remoloneábamos para levantarnos de la cama, tu bisabuela siempre nos decía:
-Mañanitas de abril, dulcecitas de dormir.
Ella no lo sabía pero estos dos versos octosílabos perfectos eran la descripción redonda de lo que he venido sintiendo todo este mes.
De camino al colegio había unos árboles municipales que el ayuntamiento mutilaba con metódica crueldad. En abril, empezaban a retoñar. También rebrotaban los setos que cuardaban los cuatro pedazos de cesped (hoy desaparecidos) de la avenida de España; y el chopo gigantesco que guardaba el semáforo: una gigantesca criatura cuyas raíces levantaban las losas de mármol de la acera. En abril, él te saludaba al pasar con su amable y sedoso frufrú. Un día lo derribó una tormenta. Durante algunos años quedó el tocón. Luego hasta el último vestigio de aquel gigante desapareció y hoy sólo está en mi memoria.
Salvajes, también crecían algunos dientes de león, cuyas corolas amarillas sobrevivían hasa que el sol del verano terminaba de abrasarlas. Y también unas flores amarillas que dudo si no serán las de la colza, que se cultiva en Austria y que tiñe grandes extensiones de terreno de ese color que nosotros, al referirnos a nuestra bandera, llamamos gualda de la forma más cursi posible.
Cuando era niño fui bastante insensible a la riqueza vegetal y he tenido que venir a Centroeuropa para que se me abran los ojos al verdor. Y con la primavera, como te decía, he empezado a entender al niño que fui.
Nunca es tarde.
Besos de tu tío.
De vez en cuando, vienen a mi memoria trozos de mi niñez como restos de un naufragio, y yo los recojo, los examino y siento una nostalgia extraña que ya no es tanto, como solía, tristeza por la infinidad de oportunidades perdidas.
Por ejemplo: el otro día me puse pantalones cortos por primera vez este año y, al salir a la terraza de mi casa, sentí de pronto un agradable frescor en las espinillas. Como un fogonazo, me vinieron a la mente mis piernas de niño, el principio del verano en Madrid. Los primeros pantalones cortos de aquel espantoso uniforme. Unos de tergal marrón que siempre se quedaban nuevos (y era una pena) porque nunca nos daba tiempo a usarlos más que quince o veinte días antes de que llegaran las vacaciones.
Siguiendo la senda de mis pensamientos llegué a ese dulce cansancio de las mañanas de primavera; la habitación aún fresca por la noche pasada y, bajo las mantas, una tibieza que da mucha más pereza abandonar que el calor primario del invierno. Es una de ls sensaciones más perfectas del mundo, la sábana tibia acariciando los pies descalzos durante una mañana de abril.
Cuando remoloneábamos para levantarnos de la cama, tu bisabuela siempre nos decía:
-Mañanitas de abril, dulcecitas de dormir.
Ella no lo sabía pero estos dos versos octosílabos perfectos eran la descripción redonda de lo que he venido sintiendo todo este mes.
De camino al colegio había unos árboles municipales que el ayuntamiento mutilaba con metódica crueldad. En abril, empezaban a retoñar. También rebrotaban los setos que cuardaban los cuatro pedazos de cesped (hoy desaparecidos) de la avenida de España; y el chopo gigantesco que guardaba el semáforo: una gigantesca criatura cuyas raíces levantaban las losas de mármol de la acera. En abril, él te saludaba al pasar con su amable y sedoso frufrú. Un día lo derribó una tormenta. Durante algunos años quedó el tocón. Luego hasta el último vestigio de aquel gigante desapareció y hoy sólo está en mi memoria.
Salvajes, también crecían algunos dientes de león, cuyas corolas amarillas sobrevivían hasa que el sol del verano terminaba de abrasarlas. Y también unas flores amarillas que dudo si no serán las de la colza, que se cultiva en Austria y que tiñe grandes extensiones de terreno de ese color que nosotros, al referirnos a nuestra bandera, llamamos gualda de la forma más cursi posible.
Cuando era niño fui bastante insensible a la riqueza vegetal y he tenido que venir a Centroeuropa para que se me abran los ojos al verdor. Y con la primavera, como te decía, he empezado a entender al niño que fui.
Nunca es tarde.
Besos de tu tío.
2 comentarios:
¡Flor de la colza! Muy bueno para recordar el principio de los 80, cuando éramos tan críos, ¡ja,ja!
Hola!
Aunque te parezca mentira, aquí prefieren el aceite de colza al de oliva, porque fue el primer aceite vejetal que llegó. Los campos amarillos están preciosos, la verdad. Es exactamente el color gualda de la bandera.
Saludos!
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