29 de Abril.- Querida sobrina: aunque tú no eres consciente de ello, en estos momentos se está empezando a acortar una gran distancia que existe entre ti y los demás. Esos globos que éramos nosotros, de os que salían unos graznidos incomprensibles, están empezando a hablar un lenguaje comprensible. De entre la niebla, empiezan a brotar palabras que, de pronto, adquieren la belleza de lo que uno descubre para apropiárselo. Escuchas “Ainara, sonrisa” y sabes que, si siguiendo esta combinación de sonidos, sonries, recibirás besos y mimos.
A partir de ahora, empezarás a coleccionar palabras y empezarán a tener un significado, condicionarán la opinión que tengas de ti misma, te alegrarán o te producirán tristeza, te enorgullecerán o te herirán, te ayudarán a aprender o te conducirán al olvido. En resumen: tú serás las palabras y las palabras serán parte de ti.
Durante estos, tus primeros años, también sucederá que se imprimirán en ti escenas que te acompañarán por el resto de tu vida. De una de esas escenas insignificantes quisiera hablarte hoy.
Se desarrolla en una tarde de principios de milnovecientos ochenta. El niño que fui va hablando de algo que ha hecho en el colegio. Por las ventanillas del Seat 850 blanco que conduce tu abuelo –entonces un hombre de la edad que yo tengo ahora- desfila un paisaje mesetario y polvoriento que, años después, se convertiría en tu parque favorito. Tu padre, un niño algo más mayor de lo que tú eres ahora, juega ignorante de lo que sucede a su alrededor. El coche se detiene en un semáforo. Tintinean dos llaveros colgados del espejo retrovisor frontal: un esforzado San Cristobal metido hasta media pierna en la corriente de un río de tebeo y una Santa Gema Galgani retratada de medio cuerpo, el rostro limpio y redondo dirigido hacia la luz del Espíritu Santo.
De la conversación intrascendente e infantil de tu tío, sólo se me ha quedado grabada una frase:
A partir de ahora, empezarás a coleccionar palabras y empezarán a tener un significado, condicionarán la opinión que tengas de ti misma, te alegrarán o te producirán tristeza, te enorgullecerán o te herirán, te ayudarán a aprender o te conducirán al olvido. En resumen: tú serás las palabras y las palabras serán parte de ti.
Durante estos, tus primeros años, también sucederá que se imprimirán en ti escenas que te acompañarán por el resto de tu vida. De una de esas escenas insignificantes quisiera hablarte hoy.
Se desarrolla en una tarde de principios de milnovecientos ochenta. El niño que fui va hablando de algo que ha hecho en el colegio. Por las ventanillas del Seat 850 blanco que conduce tu abuelo –entonces un hombre de la edad que yo tengo ahora- desfila un paisaje mesetario y polvoriento que, años después, se convertiría en tu parque favorito. Tu padre, un niño algo más mayor de lo que tú eres ahora, juega ignorante de lo que sucede a su alrededor. El coche se detiene en un semáforo. Tintinean dos llaveros colgados del espejo retrovisor frontal: un esforzado San Cristobal metido hasta media pierna en la corriente de un río de tebeo y una Santa Gema Galgani retratada de medio cuerpo, el rostro limpio y redondo dirigido hacia la luz del Espíritu Santo.
De la conversación intrascendente e infantil de tu tío, sólo se me ha quedado grabada una frase:
-...El dibujo me ha salido muy bien, porque soy muy bueno dibujando.
El hombre que conduce el coche reprende al niño instantáneamente:
-Está muy feo decir cosas buenas de uno mismo. Si alguien tiene que hacerlo son los demás.
El niño se queda callado y perplejo. El coche reemprende la marcha y el niño relfexiona: “¿Por qué no está bien decir cosas buenas de uno mismo? ¿No está bien como regla general o sólo cuando no son verdad? Porque de que yo soy bueno dibujando, no hay duda. Entonces, ¿Será que no soy bueno dibujando?”
A partir de ese momento, el niño decide no hacer más comentarios del estilo pero le queda la duda sobre su capacidad para juzgar sus propios méritos. El juico se desplaza hacia los otros.
No se da cuenta hasta muchos años después de que su padre, un hombre buenísimo, no tenía ninguna intención de infectarle con el virus de esa duda y que lo único que pretendía era inculcarle un concepto de la modestia típicamente español.
Nuestros paisanos, Ainara, a diferencia de los otros europeos que conozco, administran con bastante ineptitud los piropos y, en general, no saben, porque no les han enseñado, cuando deben ser modestos y cuando tienen que aceptar los comentarios positivos con naturalidad. Aquí, si alguien le dice a otra persona: “Qué bonita camisa llevas hoy”, la otra persona se alegrará, sonreirá o dirá algo. Pero nunca como un español “!Uy! Pues es viejísima”o “Pues es de Zara” (entre otras cosas porque Zara es por aquí relativamente caro).
Siéntete orgullosa, Ainara, de lo que hagas bien. Ni mucho, ni poco. Sólo lo justo. Y trata de mejorar en aquellas cosas que pienses que no haces tan bien. Pero no dejes que los demás te impongan su criterio. Porque te diré un secreto: muchas veces, más de las que ellos creen, los demás están equivocados. Y tu verdad interior, muchas más veces que menos, será la brújula que te permitirá no perderte en la vida.
Besos de tu tío.
2 comentarios:
Mi padre también tenía un 850 blanco. :-)
Mu bonito, herpato. Besos.
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