¿Qué tiene que ver la baronesa Karen Blixen con la gripe porcina?
No apto para aprensivos

26 de abril.- Lo bueno de tener un amigo médico es que puedes preguntarle cosas. Lo malo es que te las contesta.
Ayer, a cuenta de las terribles noticias mexicanas y de las muy preocupantes europeas, le pregunté a mi amigo H. a propósito de la gripe porcina: este nuevo azote de la naturaleza.
La respuesta no fue apta para una persona más bien hipocondríaca, como yo.
Con el aire didáctico que le es peculiar, mi amigo me explicó el proceso de la enfermedad y las causas concretas del fallecimiento de los afectados. Tan precisa fue su relación que hoy, era escuchar a alguien estornudar en el metro, y pensar que el fin del mundo está cerca. Y eso que Austria, de momento, se encuentra a salvo de la plaga.
Mi amigo y yo somos seguidores de Los Tudor y, como no podía ser de otra forma, la situación actual nos ha traido a la memoria la epidemia de peste que se declara en la serie. Encogiéndonos de hombros, convinimos en que, desde los tiempos del octavo Enrique no hemos avanzado tanto.
Tenemos eso sí, más conocimiento de las causas (o sea, que podemos prevenir la mortandad con higiene y profilaxis) pero en el tratamiento estamos sólo un poquito mejor. Si el paciente no se toma la medicación en las primeras veinticuatro horas es casi seguro que, pasadas otras veinticuatro, estará comprobando si es cierto lo de que se ve una luz al final del túnel.
En Austria, la gripe más famosa es la española.
La epidemia de esta cepa, que asoló el planeta al mismo tiempo que la Gran Guerra, se cepilló –y se dice antes de lo que se escribe- al dos por ciento de la humanidad de la época. Entre los caídos estuvieron, con una semana de diferencia, Egon Schiele –ese gafe- y su pobre mujer embarazada. En aquel momento, claro, no existían los retrovirales que contuvieron hace poco a la gripe aviar, causada por la variedad H5N1 de la gripe.
Tirando del hilo, desenpolvamos mi amigo y yo otras pandemias de importación, como la sífilis, que aún fue el terror de aquellos abuelos nuestros ligeros de cascos. Qué bonito, por cierto, es el vocabulario asociado a esa enfermedad: las espiroquetas, el chancro...La jerga médica tiene un encanto difícil de igualar.
Pues bien: parece ser que un austriaco ganó el Nóbel de medicina por inventar un tratamiento contra esta enfermedad venérea. Consistía la cosa en contagiar a los pobres sifilíticos con el virus de otra enfermedad curable: la malaria. Al poco, las salvajes fiebres de la afección tropical provocaban la rotura de las espiroquetas de la sífilis. Era como convertir al paciente en un autoclave. Si el pobre sobrevivía, se había librado de una muerte segura entre horribles sufrimientos. Una de las afectadas famosas por la sífilis (el mal francés, como se le llamaba) fue la baronesa Karen Blixen que probó en sus carnes el tratamiento con arsénico –único conocido en su época- que la dejó estéril pero que le prolongó una vida literaria fecundísima.
(Mientras escribo esto leo que acaba de haber un terremoto en el DF. Joé: no levantamos cabeza).

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