Mundo, demonio y carne
23 de Mayo.- La cultura austriaca es cíclica. Está en el alma aborígen el encontrar la paz en la repetición de ciertos ritos anuales. En Austria cobra todo su sentido ese verso en el que Shakespeare compara el año con el hilo en que están ensartadas las efemérides, como las perlas de un collar. Las fiestas temáticas (Navidad, el carnaval, la pascua), los pomposos bailes y también, por qué no, las manifestaciones.
Todos los años, por mayo, cuando hace la calor, los trigos encañan y están los prados en flor, se manifiestan los defensores de los derechos de los animales. Son una tropa de unas doscientas personas, soldados de una causa perdida en este mundo que devora sin pudor jugosos filetes o sabrosos huevos fritos con patatas. sin reparar en que existen sucedáneos para casi todo a base de soja. Unos sucedáneos cuyo consumo resulta más ético, qué duda cabe, pero que traen al alma esa ñoñería que caracteriza algunas buenas acciones y al pop que se hace en el País Vasco.
Los doscientos manifestantes, nunca los mismos, recorren todos los años parte de la Mariahilferstrasse con cara de pocos amigos, gritando sus consigas contra el holocausto animal. La policía avanza con ellos. Los agentes rodean a los pobres punkies, a los apergaminados veganos que tienen la fuerza justa para levantar una hoja de lechuga, como si fueran peligrosos delincuentes cuya sola visión bastase para subvertir el Orden Establecido.
Los transeúntes contemplan la movida con bastante sopresa y, por lo que uno ve, sin sentirse ni remotamente culpables de haberse comido una salchicha o de tener en sus armarios lujosas prendas de cuero.
Al ver las caras de molesta sorpresa de los viandantes uno se da cuenta también de que, aparte de cíclica, la cultura austriaca está encantada con lo predecible. Las caras de la gente son un puro signo de interrogación: ¿Quiénes son estos? Por Dios ¿Por qué no se callan?¿Es que no se pueden reivindicar las cosas pidiéndolas por favor? ¡Y qué pintas!
Los punkarrillas, los perroflautas, la famélica legión, en suma, se sienten rebeldes, apoyan todas las causas, abominan de todos los capitalismos. Aunque luego, eso sí, compran las botas de punta de acero de una marca X y, si la cosa se pone fea, no desdeñan la ayuda de mamá (entiéndase mamá por su progenitora o por los servicios sociales del odiado Estado burgués).
Las doscientas personas que claman contra la incesante matanza de reses son muy jóvenes. Ninguna (creo) en edad laboral.Mi cabeza también bulle de preguntas ¿En qué momento uno es capaz de sobreponerse al shock de comprender que todo es mentira? ¿A qué edad se mira uno al espejo, se ve las rastas y los pelos de colores, y se siente uno disfrazado de algo que no es? ¿Qué es lo que desencadena el desencanto? Uno busca en su memoria y, como nunca fue así (nació curado de todos los espantos) no encuenra nada. Ningún clic. Ninguna semejanza. Las utopías se emborronan, se confunden. Pasados los años, saben amargas en la boca.
Cuando los activistas doblan la esquina de la Neubaugasse, vuelve a adueñarse del espacio un denso silencio comercial. Las gentes vuelven a sus tranquilas conversaciones sabatinas. Dentro de la manifestación quizá alguno, más inteligente que el resto, empiece a verse desde fuera. De pronto, quizá, a pesar del adoctrinamiento, le entren unas ganas invencibles de zamparse un Big Mac.
Todos los años, por mayo, cuando hace la calor, los trigos encañan y están los prados en flor, se manifiestan los defensores de los derechos de los animales. Son una tropa de unas doscientas personas, soldados de una causa perdida en este mundo que devora sin pudor jugosos filetes o sabrosos huevos fritos con patatas. sin reparar en que existen sucedáneos para casi todo a base de soja. Unos sucedáneos cuyo consumo resulta más ético, qué duda cabe, pero que traen al alma esa ñoñería que caracteriza algunas buenas acciones y al pop que se hace en el País Vasco.
Los doscientos manifestantes, nunca los mismos, recorren todos los años parte de la Mariahilferstrasse con cara de pocos amigos, gritando sus consigas contra el holocausto animal. La policía avanza con ellos. Los agentes rodean a los pobres punkies, a los apergaminados veganos que tienen la fuerza justa para levantar una hoja de lechuga, como si fueran peligrosos delincuentes cuya sola visión bastase para subvertir el Orden Establecido.
Los transeúntes contemplan la movida con bastante sopresa y, por lo que uno ve, sin sentirse ni remotamente culpables de haberse comido una salchicha o de tener en sus armarios lujosas prendas de cuero.
Al ver las caras de molesta sorpresa de los viandantes uno se da cuenta también de que, aparte de cíclica, la cultura austriaca está encantada con lo predecible. Las caras de la gente son un puro signo de interrogación: ¿Quiénes son estos? Por Dios ¿Por qué no se callan?¿Es que no se pueden reivindicar las cosas pidiéndolas por favor? ¡Y qué pintas!
Los punkarrillas, los perroflautas, la famélica legión, en suma, se sienten rebeldes, apoyan todas las causas, abominan de todos los capitalismos. Aunque luego, eso sí, compran las botas de punta de acero de una marca X y, si la cosa se pone fea, no desdeñan la ayuda de mamá (entiéndase mamá por su progenitora o por los servicios sociales del odiado Estado burgués).
Las doscientas personas que claman contra la incesante matanza de reses son muy jóvenes. Ninguna (creo) en edad laboral.Mi cabeza también bulle de preguntas ¿En qué momento uno es capaz de sobreponerse al shock de comprender que todo es mentira? ¿A qué edad se mira uno al espejo, se ve las rastas y los pelos de colores, y se siente uno disfrazado de algo que no es? ¿Qué es lo que desencadena el desencanto? Uno busca en su memoria y, como nunca fue así (nació curado de todos los espantos) no encuenra nada. Ningún clic. Ninguna semejanza. Las utopías se emborronan, se confunden. Pasados los años, saben amargas en la boca.
Cuando los activistas doblan la esquina de la Neubaugasse, vuelve a adueñarse del espacio un denso silencio comercial. Las gentes vuelven a sus tranquilas conversaciones sabatinas. Dentro de la manifestación quizá alguno, más inteligente que el resto, empiece a verse desde fuera. De pronto, quizá, a pesar del adoctrinamiento, le entren unas ganas invencibles de zamparse un Big Mac.
5 comentarios:
Excelente post, y estoy plenamente de acuerdo contigo, yo tengo una cuñada con la que tuve una acalorada discusión sobre si lios caballos debían ser montados por los humanos (Cabalgados, que hay mucho gracioso por ahí suelto, aunque no es si lo he empeorado...), yo intenté argumentar que hay animales que el hombre ha hecho domesticos y que ya no podrían vivir en la naturaleza como si de un animal salvaje mas se tratase, que la evolución genética controlada ha creado razas adaptadas, y que son el resultado de un proceso que los ha hecho una erramienta sobre la que se erige parte de su actual bienestar.IMPOSIBLE, ya había pensado por ella algún santón de los animales y con una visión mas que plana de la realidad la había abducido a un mundo de ideas sencillas y inapelables que incluia (no se porqué) que es muuuuy molón dar la coñá dos o tres horas seguidas en el retiro golpeando un Yembé (cuya membrana espero que fuese sintetica)vestida como si de un hibrido entre punki y massai.
Una pena el poco cerebro.
herramienta sin h ¡vurro!
"E inapelables", ¡doble vurro!, ya no me leo mas...
Paco, lo primero: perroflauta, genial.
Lo segundo, completamente de acuerdo en todo lo que expresas. Yo siempre he dicho que todos hemos sido comunistas en la adolescencia: es el momento de serlo, bien visto, es bonito que una idea te apasione hasta ese punto. Conforme vas creciendo vas yendo al Centro (como el expresidente al parecer), pero esto también es parte de la vida, ya decía Platón, que la virtud estaba en la mitad de dos extremos igualmente perniciosos.
Un saludo.
Hola!
Gracias por vuestros comentarios. Intentaré ir contestándolos poco a poco.
A Joako: mira: yo soy de tu opinión. Me parece que los hombres hemos ya metido tanta mano en la naturaleza (para mal, generalmente) que intentar volverla a su estado original es una cosa tan fanática como utópica. Además es que esta gente tan extrema acaban matándose (de hambre, sobre todo). Hace unas semanas conocí yo a un vegano de estos, se descalzó y el pobre hombre estaba amarillo como un limón. Me explicó que sólo se alimenta de pan con aceitunas. Y digo yo que eso no tiene que ser muy sano. Ser vegetariano no es ninguna cosa mala, pero hay gente que come huevos, bebe leche...En fin, una dieta normal.
Por cierto, yo también lo repaso todo mucho, porque últimamente, sobre todo con la ensalada idiomática, se me escapan unas haches y unas bes que dan susto :-) No te preocupes, hombre.
A Jorge: yo tenía un profesor en la carrera, bastante parafascista él, que decía que quien a los veinte años no es comunista no tiene corazón pero que quien lo sigue siendo a los cuarenta lo que no tiene es cabeza. Yo creo que tiene que haber un poco de todo y que en los extremos, como tú dices, no está la virtud (más que nada porque se pierden la acera de enfrente). En fin...
Saludetes
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