Círculo de lectores
18 de Mayo.- Ayer conocí al nuevo novio de un amigo.
Estas situaciones son siempre un poco raras. En este caso más, porque, particularmente, conservo una amistad muy buena con el ex (ese tercero que, en estos principios, siempre está presente como la sombra de Rebeca de Winter). En fin.
Al acudir a nuestra cita, encontré a mi amigo con una persona que coincidía completamente con la descripción que yo tenía de él pero que, como descubrí al minuto tres, no parecía encajar en ninguno de los estereotipos al uso (gracias a Dios, que está uno harto de estereotipos).
Estas situaciones son siempre un poco raras. En este caso más, porque, particularmente, conservo una amistad muy buena con el ex (ese tercero que, en estos principios, siempre está presente como la sombra de Rebeca de Winter). En fin.
Al acudir a nuestra cita, encontré a mi amigo con una persona que coincidía completamente con la descripción que yo tenía de él pero que, como descubrí al minuto tres, no parecía encajar en ninguno de los estereotipos al uso (gracias a Dios, que está uno harto de estereotipos).
El nuevo novio de mi amigo es alto, pelirrojo y dejando aparte que yo, en mi próxima vida, quiero tener unos bíceps como los suyos, tiene unas espaldas con las que podría ganarse la vida descargando en Mercamadrid camiones llenos de terneras congeladas abiertas en canal. Una fina nariz algo aquileña y unos ojos azules inteligentes y sumamente comprensivos.
Como suele suceder en estos casos, mi amigo no paró de hacer bromas hasta que nos sentamos en la terraza de un bar próximo. Su novio sonreía, pero no decía nada. La conversación paró entonces en el nuevo chisme de alta tecnología que ofrecen las compañías telefoneras para cazar incautos. Mi amigo, a quien nada de lo avanzado le es ajeno, se hizo lenguas a propósito de las altas prestaciones del aparatejo, que reposaba sobre el velador como una lujosa cucaracha metálica, e incluso nos hizo una demostración de sus muchas habilidades; hablamos también del libro de las caras (esa pesadez que utilizo lo menos que puedo) y de Kindle, el dispostivo que patrocina Amazon para que el papel nuestro de cada día termine siendo una cosa tan antigua como las playeras con velcro.
Nuestro amigo el pelirrojo hizo entonces una serie de observaciones sumamente inteligentes a propósito del libro digital. No se trataba de las opiniones que uno lee últimamente en los medios; sino ideas impregnadas de originalidad y del agradable perfume del sentido común.
Cada uno opinó como Dios le dio a entender, pero todos los circunstantes convinimos en que los periódicos, por lo menos, son ya pasto de arqueólogos ¿Para qué gastarse un euro (y pico) en una cosa que ya es vieja en el momento de comprarla? Aquí en Austria, por ejemplo, Die Presse ha lanzado una potente edición dominical en papel que aspira a ser de calidad y hay cábalas sobre la decisión de sus propietarios de dejar de imprimir entre semana y dedicarse sólo al mundo digital.
Nuestro amigo el pelirrojo dijo entonces que los libros en papel se pondrán carísimos (a lo que su flamante cónyuge respondió que la desaparición del papel implicará un notable ahorro de sitio en las casas). Pasó un ángel.
Los tertulianos, que eramos cuatro, todos lectores irredentos, parecimos contemplar con nostalgia anticipada la desaparición del libro como objeto; como quien ve desaparecer una vieja costumbre, incómoda, pero que se mantiene por lo que tiene de valor sentimental, como el capitalismo o la entrañable propensión de la Humanidad a establecer gobiernos dictatoriales. Suspiramos. Y ahí nos lanzamos a contar anécdotas de nuestra relación con los libros, esa especie que, como el dodo o la máquina de escribir Olivetti, pronto será cosa del pasado. Creo que fui yo el que rompió el fuego diciendo que soy incapaz de tirar un libro. Incluso el peor que haya caido en mis manos. Soy incapaz. Para mí los libros son depósitos de lo que fui.
La tarde estaba jacarandosa. Se escuchaban los cantos unánimes de los pájaros y, tras la torre del Apollo Kino, el cielo se teñía del amable color del buen tiempo. La frondosa arboleda del Sterhazy Park era agitada por una suave brisa.
Hablamos del Julio Verne de nuestra infancia (estoy releyendo Viaje al Centro de la Tierra) de lo agradable que es sentarse a leer en cualquier sitio y abstraerse. Desaparecieron las distancias. Me vino a la cabeza que los lectores somos una comunidad, un ejército de gente unida por la gozosa hermandad de las páginas. Un círculo que se cierra en cuanto dos lectores se revelan mutuamente que lo son. Y mola.
Como suele suceder en estos casos, mi amigo no paró de hacer bromas hasta que nos sentamos en la terraza de un bar próximo. Su novio sonreía, pero no decía nada. La conversación paró entonces en el nuevo chisme de alta tecnología que ofrecen las compañías telefoneras para cazar incautos. Mi amigo, a quien nada de lo avanzado le es ajeno, se hizo lenguas a propósito de las altas prestaciones del aparatejo, que reposaba sobre el velador como una lujosa cucaracha metálica, e incluso nos hizo una demostración de sus muchas habilidades; hablamos también del libro de las caras (esa pesadez que utilizo lo menos que puedo) y de Kindle, el dispostivo que patrocina Amazon para que el papel nuestro de cada día termine siendo una cosa tan antigua como las playeras con velcro.
Nuestro amigo el pelirrojo hizo entonces una serie de observaciones sumamente inteligentes a propósito del libro digital. No se trataba de las opiniones que uno lee últimamente en los medios; sino ideas impregnadas de originalidad y del agradable perfume del sentido común.
Cada uno opinó como Dios le dio a entender, pero todos los circunstantes convinimos en que los periódicos, por lo menos, son ya pasto de arqueólogos ¿Para qué gastarse un euro (y pico) en una cosa que ya es vieja en el momento de comprarla? Aquí en Austria, por ejemplo, Die Presse ha lanzado una potente edición dominical en papel que aspira a ser de calidad y hay cábalas sobre la decisión de sus propietarios de dejar de imprimir entre semana y dedicarse sólo al mundo digital.
Nuestro amigo el pelirrojo dijo entonces que los libros en papel se pondrán carísimos (a lo que su flamante cónyuge respondió que la desaparición del papel implicará un notable ahorro de sitio en las casas). Pasó un ángel.
Los tertulianos, que eramos cuatro, todos lectores irredentos, parecimos contemplar con nostalgia anticipada la desaparición del libro como objeto; como quien ve desaparecer una vieja costumbre, incómoda, pero que se mantiene por lo que tiene de valor sentimental, como el capitalismo o la entrañable propensión de la Humanidad a establecer gobiernos dictatoriales. Suspiramos. Y ahí nos lanzamos a contar anécdotas de nuestra relación con los libros, esa especie que, como el dodo o la máquina de escribir Olivetti, pronto será cosa del pasado. Creo que fui yo el que rompió el fuego diciendo que soy incapaz de tirar un libro. Incluso el peor que haya caido en mis manos. Soy incapaz. Para mí los libros son depósitos de lo que fui.
La tarde estaba jacarandosa. Se escuchaban los cantos unánimes de los pájaros y, tras la torre del Apollo Kino, el cielo se teñía del amable color del buen tiempo. La frondosa arboleda del Sterhazy Park era agitada por una suave brisa.
Hablamos del Julio Verne de nuestra infancia (estoy releyendo Viaje al Centro de la Tierra) de lo agradable que es sentarse a leer en cualquier sitio y abstraerse. Desaparecieron las distancias. Me vino a la cabeza que los lectores somos una comunidad, un ejército de gente unida por la gozosa hermandad de las páginas. Un círculo que se cierra en cuanto dos lectores se revelan mutuamente que lo son. Y mola.
PS: Hoy he probado WolframAlfa y aparte de enterarme de que tengo 12276 días de edad, la verdad es que no me ha parecido nada del otro mundo. Le queda mucho colacao que tomarse hasta cargarse a nuestro viejo Google.
3 comentarios:
Los libros digitales y sus correspondientes aparatejos de almacenaje son el devenir natural de las cosas, pero aunque estoy esperando a que mejoren en prestaciones y precios para comprarme uno, también seguiré comprando libros en papel porque guardan el sabor de los recuerdos, el calor de las manos que los tocaron en un día, y las miradas únicas de quienes se aventuraron en sus letras.
Besos. Una lectora empedernida.
Hola!
Gracias por tu comentario. Yo estoy convencido de que los libros electrónicos son más ecológicos (cualquier cosa que sirva para evitar el derribo de árboles es bienvenida) y también que nos acostumbraremos como a internet, por ejemplo. Sobre todo cuando los chicos empiecen a aprender en los colegios con libros electrónicos ¿No veían nuestros padres las calculadoras como una cosa superferolítica que recortaba la inteligencia?
Besos de otro lector empedernido :-)
yo por motivos vitales vendí mis tres mil libros y me los metí por la vena, durante mucho tiempo pensé que eso era lo peor que había hecho en materia de descendimiento a los infiernos del despojo de lo propio devorado por el monstruo hambriento de mis limitaciones hechas adicción. Con el tiempo me he dado cuenta que es el disco duro de mi cabeza lo que realmente importa, ese poso que los tres mil dejaron en mi, y eso, no nos engañemos, lo puede hacer mejor un libro digital que toda una biblioteca bien surtida, lo importante es el contenido, no el soporte...
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