17 de Junio.- Querida sobrina: espero que ya estés mejor del resfriado que tenías mientras estuviste en Viena. Por si lees esto en el futuro, te diré que parte de tu bienestar en este viaje se debió a un truco casero austriaco para bajar la fiebre de los niños. Nos lo chivó una amiga doctora (o casi) que estaba cenando en casa.
Por si a alguien le es útil lo dejo aquí. Se llama, si no lo escribo mal, “Essig tascherl” (corríjame cualquier lector caritativo si lo escribo mal) y consiste en lo siguiente: se ponen tres partes de agua por una de vinagre y se mojan los calcetines del niño febril. Luego, se ponen dichos calcetines y se rodean con bolsas de plástico normales (valen las de supermercado) a modo de patucos . Después se depositan criatura y calcetines mojados en la cama y se espera a que baje la fiebre –por ignaras razones, este proceso es bastante rápido-. Gracias a la milagrosa intervención de los calcetines avinagrados, tú pudiste dormir toda la noche sin más problemas. Tus padres recuperaron algo de sueño, y pudimos darnos el lujo de pasar todo el día siguiente en el Wachau.
Por lo demás, corazón, te sigo echando de menos. A ti y a tus padres. Porque la verdad es que me he reido muchísimo mientras habéis estado aquí (vamos, de hecho, me he reido como hacía meses que no me reía, porque tu padre y tu madre ya sabrás tú, a estas alturas, cómo se las gastan). Y, por supuesto, me ha quedado claro que nadie se chotea de ti como tu propia familia (ya se sabe: años de experiencia). La verdad es que teneros aquí ha sido un agradabilísimo paréntesis que espero que se repita pronto (por mí, podría repetirse el próximo fin de semana, pero no me caerá esa breva). Tendré que esperar a navidad.
Pero en fin, mientras tanto, la vida sigue.
A pesar de que me considero una persona tirando a tierna, tengo que confesarte que creo que, con los años, también he encontrado el secreto de cierta fortaleza.
Si es que la tengo se basa en el firme convencimiento de que se puede salir hasta de lo más terrible y que todo, menos la muerte, tiene arreglo. Aunque ese arreglo pase por hacer tábula rasa de la vida de uno para empezar de cero.
Gracias a Dios, nuestra biografía es el resultado de nuestras sucesivas reencarnaciones. Mirando hacia atrás, Ainara, como tú harás algún día seguramente, veo con simpatía las sucesivas versiones que he ido inventando de mí mismo. El niño redicho que no se entendía con sus compañeros de colegio, el adolescente delgaducho que decidió aplicarse a entender a la gente y consiguió así hacerse un sitio en el mundo, el universitario perdido que no supo quién era hasta que hizo teatro y tocó la gloria con los dedos, el hombre que trabajó en la televisión y recibió, primero, su ración de placer para acabar con una ráfaga de amargor que le quitó lo que le quedaba de fe en la inteligencia del ser humano ¿Qué queda de todos ellos? Mirando fotos no me cuesta nada reconocerme. Incluso si, con el tiempo, ya no están cubiertas de pelo zonas que solían estarlo o mis gafas han adquirido, después de desvaríos estéticos pasados, un tamaño razonable.
Creo que soy bueno sobreviviendo (bueno, hasta ahora lo he sido) porque no se me da mal hacer síntesis e identificar la raíz de las cosas que me pasan. Tampoco me tiembla el pulso a la hora de aplicar según qué soluciones drásticas. No es una cualidad que esté muy extendida, como he tenido ocasión de comprobar y, la verdad es que, de entre las pocas que tengo, es una de las que más aprecio.
Cuando uno se enfrenta a una crisis de la naturaleza que sea, Ainara, lo primero es conservar la calma. Al estar acuciado por algún problema uno siente el impulso de moverse a tontas y a locas y, ese impulso, más que arreglar las cosas, puede terminar por fastidiarlas más. Lo siguiente es entender qué le está pasando a uno (para esto también es práctico haber hecho antes los deberes que consisten, querida sobrina, en conocerse bien a uno mismo); lo tercero y en lo cual radica la parte fundamental del procedimiento, en mi opinión, es descomponer el problema grande en otros más pequeños. Y después, Ainara, hay que aprender de lo que nos ha pasado, para que no nos vuelva a ocurrir.
Parece fácil, pero ver la propia vida con cierta perspectiva es una de las cosas más difíciles que existen.
Besos de tu tío
Por si a alguien le es útil lo dejo aquí. Se llama, si no lo escribo mal, “Essig tascherl” (corríjame cualquier lector caritativo si lo escribo mal) y consiste en lo siguiente: se ponen tres partes de agua por una de vinagre y se mojan los calcetines del niño febril. Luego, se ponen dichos calcetines y se rodean con bolsas de plástico normales (valen las de supermercado) a modo de patucos . Después se depositan criatura y calcetines mojados en la cama y se espera a que baje la fiebre –por ignaras razones, este proceso es bastante rápido-. Gracias a la milagrosa intervención de los calcetines avinagrados, tú pudiste dormir toda la noche sin más problemas. Tus padres recuperaron algo de sueño, y pudimos darnos el lujo de pasar todo el día siguiente en el Wachau.
Por lo demás, corazón, te sigo echando de menos. A ti y a tus padres. Porque la verdad es que me he reido muchísimo mientras habéis estado aquí (vamos, de hecho, me he reido como hacía meses que no me reía, porque tu padre y tu madre ya sabrás tú, a estas alturas, cómo se las gastan). Y, por supuesto, me ha quedado claro que nadie se chotea de ti como tu propia familia (ya se sabe: años de experiencia). La verdad es que teneros aquí ha sido un agradabilísimo paréntesis que espero que se repita pronto (por mí, podría repetirse el próximo fin de semana, pero no me caerá esa breva). Tendré que esperar a navidad.
Pero en fin, mientras tanto, la vida sigue.
A pesar de que me considero una persona tirando a tierna, tengo que confesarte que creo que, con los años, también he encontrado el secreto de cierta fortaleza.
Si es que la tengo se basa en el firme convencimiento de que se puede salir hasta de lo más terrible y que todo, menos la muerte, tiene arreglo. Aunque ese arreglo pase por hacer tábula rasa de la vida de uno para empezar de cero.
Gracias a Dios, nuestra biografía es el resultado de nuestras sucesivas reencarnaciones. Mirando hacia atrás, Ainara, como tú harás algún día seguramente, veo con simpatía las sucesivas versiones que he ido inventando de mí mismo. El niño redicho que no se entendía con sus compañeros de colegio, el adolescente delgaducho que decidió aplicarse a entender a la gente y consiguió así hacerse un sitio en el mundo, el universitario perdido que no supo quién era hasta que hizo teatro y tocó la gloria con los dedos, el hombre que trabajó en la televisión y recibió, primero, su ración de placer para acabar con una ráfaga de amargor que le quitó lo que le quedaba de fe en la inteligencia del ser humano ¿Qué queda de todos ellos? Mirando fotos no me cuesta nada reconocerme. Incluso si, con el tiempo, ya no están cubiertas de pelo zonas que solían estarlo o mis gafas han adquirido, después de desvaríos estéticos pasados, un tamaño razonable.
Creo que soy bueno sobreviviendo (bueno, hasta ahora lo he sido) porque no se me da mal hacer síntesis e identificar la raíz de las cosas que me pasan. Tampoco me tiembla el pulso a la hora de aplicar según qué soluciones drásticas. No es una cualidad que esté muy extendida, como he tenido ocasión de comprobar y, la verdad es que, de entre las pocas que tengo, es una de las que más aprecio.
Cuando uno se enfrenta a una crisis de la naturaleza que sea, Ainara, lo primero es conservar la calma. Al estar acuciado por algún problema uno siente el impulso de moverse a tontas y a locas y, ese impulso, más que arreglar las cosas, puede terminar por fastidiarlas más. Lo siguiente es entender qué le está pasando a uno (para esto también es práctico haber hecho antes los deberes que consisten, querida sobrina, en conocerse bien a uno mismo); lo tercero y en lo cual radica la parte fundamental del procedimiento, en mi opinión, es descomponer el problema grande en otros más pequeños. Y después, Ainara, hay que aprender de lo que nos ha pasado, para que no nos vuelva a ocurrir.
Parece fácil, pero ver la propia vida con cierta perspectiva es una de las cosas más difíciles que existen.
Besos de tu tío
4 comentarios:
Benditos calcetines!!! Si no es por ellos todavía sigo con ojeras.
Besos.
Saber reinventarse es un seguro de vida, yo también me he reinventado una cuantas veces, como se dice vulgarmente "ya tengo cayo".
Lo de los calcetines en vinagre es de lo mas bizarro que he oído últimamente...
Yo soy muy sosa y me he reinventado pocas veces pero confieso que con los años me voy gustando más. Y parece ser que si mejoro también para el exterior, ya que mi marido dice que me ve más madura que antes. (Huy!! Me ha entrado la duda, ¿no será que me llama vieja de una forma bonita?)
Comparto eso de que el único sitio de donde no sales es de la tumba. Así que lo mejor que se puede hacer en esta vida es vivirla!!! y no vegetar.
Por cierto, apunto el remedio casero para la fiebre.
Saludos
Hola a los tres!
Gracias por vuestros comentarios.
A mi hermano: curiosamente, buscando cómo se escribía en alemán, he encontrado también la receta en español...Mamá dice que ella había oido lo de los paños con vinagre...El caso es que, como tú dices, fue fenomenal.
A Joako: qué remedio lo de reinventarse! Renovarse o morir. Pues lo de los calcetines, aunque suene friki, palabrita del niño jesús que funciona fenomenal. Nosotros no nos lo creíamos y mira.
A María: a mí también me ha pasado: con los años he empezado a caerme cada vez mejor. O a conocerme mejor y a aceptarme como soy (o sea, tratando de mejorar tus cosas). Mujer, tu marido te quería echar un piropo, estoy seguro jajaja. La vida hay que vivirla todos los días, ver cada cosa como un regalo que nos hacen y que podría no estar ahí. Tienes toda la razón.
Saludetes!
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