Maria del Cristo
26 de Junio.- Recomiendo, por entretenido e ilustrativo de lo que ha pasado en Austria durante la última semana, el artículo de hoy de El País en el que se hablaba de la operación de salvamento que ha tenido que llevarse a cabo con las obras de arte del Museo Albertina, amenazadas por las lluvias. El incidente, especialmente la impotencia del sofisticadísimo robot para hacer frente a una situación de lo más pedestre, me ha traido a la memoria un pequeño episodio ocurrido hace años,y que forma parte de la pequeña historia de la televisión en España.
Mi primer trabajo en Mundo Perdido, la cadena de televisión que me acogió durante media década, fue en el archivo. Era un departamento muy entretenido que recuerdo con muchísimo cariño. Los empleados vivían un poco apartados del resto de la plantilla y eran en su mayoría parte del comité de empresa. Desde la admiración lo digo, a veces uno tenía la sensación de estar asistiendo a una reunión de aquel grupo de la resistencia que salía en La vida de Bryan. Aquel de “Yo quiero llamarme Loretta”. Por supuesto, mantenían una guerra tan abierta como infructuosa con el jefe, mientras maldecían el tener que andar sirviendo casquería audiovisual a los encargados de mantener engrasada la maquinaria del Opio del Pueblo.
El mayor orgullo del jefe era una máquina archivera. Un brazo mecánico que funcionaba un poco como un robot imaginado por Julio Verne en una noche de alcohol de garrafón y langostas caducadas.
Mi primer trabajo en Mundo Perdido, la cadena de televisión que me acogió durante media década, fue en el archivo. Era un departamento muy entretenido que recuerdo con muchísimo cariño. Los empleados vivían un poco apartados del resto de la plantilla y eran en su mayoría parte del comité de empresa. Desde la admiración lo digo, a veces uno tenía la sensación de estar asistiendo a una reunión de aquel grupo de la resistencia que salía en La vida de Bryan. Aquel de “Yo quiero llamarme Loretta”. Por supuesto, mantenían una guerra tan abierta como infructuosa con el jefe, mientras maldecían el tener que andar sirviendo casquería audiovisual a los encargados de mantener engrasada la maquinaria del Opio del Pueblo.
El mayor orgullo del jefe era una máquina archivera. Un brazo mecánico que funcionaba un poco como un robot imaginado por Julio Verne en una noche de alcohol de garrafón y langostas caducadas.
El brazo en cuestión, siguiendo los dictados de un sofisticadísimo programa informático, localizaba los materiales, los cogía con tres deditos de hierro terminados en unas ventosas y luego los depositaba en una cinta transportadora, dispuestos para ser consumidos por el usuario. El obediente robot igual localizaba las evidencias gráficas de los amoríos de Carmina Ordóñez (que en paz descansa, pero que entonces aún daba guerra) que las pías exhortaciones del papa Juanpa dos palitos.
De vez en cuando, sesudos señores entrecanos con macizas gafas de pasta venían a contemplar el funcionamiento del robot.
Con la mano a modo de visera, neutralizaban los reflejos de la cristalera y se maravillaban de la eficacia del aparatito. Mi jefe, entonces, sacaba pectoralidad y aprovechaba para indicar a los perplejos caballeros que sólo había dos ejemplares más de aquella maravilla, y que los dos eran propiedad de grandes empresas públicas. Todos sonreían, asentían en silencio, y luego se iban a disfrutar de un solomillo en algún asador cercano.
Lo que mi jefe se empeñaba en ocultar por todos los medios a su alcance y los miembros del Comité de Resistencia en divulgar con el mismo ahínco, era que el robot fallaba. Y fallaba mucho. Y fallaba, como no podía ser de otra manera, en los momentos más intempestivos. A fuerza de fallos sucesivos, los sufridos redactores de los programas acuñaron un mote para el robot, al que todos conocíamos (siempre que mi jefe no estaba presente) por el apelativo de Torrente (por aquello de que era El Brazo Tonto de La Ley). Así, cuando alguien venía a pedir imágenes, siempre preguntaba:
De vez en cuando, sesudos señores entrecanos con macizas gafas de pasta venían a contemplar el funcionamiento del robot.
Con la mano a modo de visera, neutralizaban los reflejos de la cristalera y se maravillaban de la eficacia del aparatito. Mi jefe, entonces, sacaba pectoralidad y aprovechaba para indicar a los perplejos caballeros que sólo había dos ejemplares más de aquella maravilla, y que los dos eran propiedad de grandes empresas públicas. Todos sonreían, asentían en silencio, y luego se iban a disfrutar de un solomillo en algún asador cercano.
Lo que mi jefe se empeñaba en ocultar por todos los medios a su alcance y los miembros del Comité de Resistencia en divulgar con el mismo ahínco, era que el robot fallaba. Y fallaba mucho. Y fallaba, como no podía ser de otra manera, en los momentos más intempestivos. A fuerza de fallos sucesivos, los sufridos redactores de los programas acuñaron un mote para el robot, al que todos conocíamos (siempre que mi jefe no estaba presente) por el apelativo de Torrente (por aquello de que era El Brazo Tonto de La Ley). Así, cuando alguien venía a pedir imágenes, siempre preguntaba:
-¿Y mis cintas qué están, fuera o dentro de Torrente?
Si mi jefe (o sus dos subordinados más fieles) estaban cerca, enrojecían de santa y justa ira al tiempo que le recordaban al sufrido redactor –contrato por obra, ochocientos euros mensuales- que aquello era una maravilla de la técnica que para sí la quisieran otros redactores menos afortunados. “Así que un respetito o a tu jefe vas”. Un poco como cuando no nos queríamos comer el filete de pequeños y nuestra madre nos decía “Con la de niños que hay pasando hambre en el mundo”. Pues así.
Y un día sucedió lo inevitable. A las dos de la tarde, cuando todos los redactores estaban preparando sus piezas para las noticias de las tres, el robot se estropeó de forma grave. Un alarmante letrero rojo apareció en la pantalla del ordenador que daba cuenta de los movimientos de Torrente.
Aplicamos el procedimiento acostumbrado (apagar el ordenador y volver a encenderlo, la panacea de todos los departamentos de soporte que en el mundo han sido). Tras una eternidad, volvió a aparecer el letrero rojo indicando un fallo general del sistema. Los redactores, que formaban una cola mosqueada ante el mostrador del archivo, se empezaron a poner nerviosos, a sudar, a acordarse de la madre de la técnica. Nosotros, entretanto, iniciamos nuestra labor pedagógica. Las cintas no se podían sacar porque sólo el robot sabía la combinación de coordenadas que indicaba la balda y la posición en la que estaban.
-¿Y qué podemos hacer?
-Pues esperar. Paciencia. Ya hemos llamado al técnico y...
-¡Pero es que a un tipo le han cortado la cabeza en Ruanda!
Te encogías de hombros:
-Es que no somos nadie.
-¡Voy a llamar a mi jefe!
-Pues llámalo. Pero va a ser de todo punto infructuoso. Nadie puede hacer nada.
-¡Pero esto es un cachondeo! ¡Esto es una...Es una...!
-Que eres periodista y se te supone cierta cultura.
A esto que la última de la cola era María del Cristo que se encargaba de hacer cosas de moda, si no recuerdo mal. Maria del Cristo era canaria, simpática, pacífica y paciente como la más simpática, pacífica y paciente de las devotas de la Virgen de la Candelaria. Con una vocecita quebradiza que apenas le salía del cuerpo, la tinerfeña fue y dijo con un notorio acento insular:
-¡Denme ya mis sinta! –y aprentando los puñitos- ¡Ayyyyy , voy a sé la primera canaria estresada de la historia!
Aún me río cuando me acuerdo. Qué tiempos.
-¡Voy a llamar a mi jefe!
-Pues llámalo. Pero va a ser de todo punto infructuoso. Nadie puede hacer nada.
-¡Pero esto es un cachondeo! ¡Esto es una...Es una...!
-Que eres periodista y se te supone cierta cultura.
A esto que la última de la cola era María del Cristo que se encargaba de hacer cosas de moda, si no recuerdo mal. Maria del Cristo era canaria, simpática, pacífica y paciente como la más simpática, pacífica y paciente de las devotas de la Virgen de la Candelaria. Con una vocecita quebradiza que apenas le salía del cuerpo, la tinerfeña fue y dijo con un notorio acento insular:
-¡Denme ya mis sinta! –y aprentando los puñitos- ¡Ayyyyy , voy a sé la primera canaria estresada de la historia!
Aún me río cuando me acuerdo. Qué tiempos.
2 comentarios:
¡Documentalista en la tele!
Me has decogorciao un mito autoinventado, em el cual los documentalistas eran unos tipos muy sesudos que se sabian la tele de memoria y eran capaces de localizar casi todo en kilometricas estanterias. Creo que vi el otro brazo tonto en una sede de telefónica, no sabía que en el fondo era un bluf, a mi me lo presentaron como la hostia de la tecnoligía...como a todos los visitantes supongo.
Hola!
Sí señor: documentalista de la tele fui. En cuanto a lo del mito...Siento habértelo descogorciao, pero los documentalistas no se saben dónde está todo. Para eso hay unos minutados maravillosos en unas no menos maravillosas bases de datos :-) Aunque yo, como tengo buena memoria visual, siempre llegaba (en aquella época) antes que el ordenador. Por ejemplo, me preguntaban "películas en las que salieran seiscientos" y ahí estaba yo haciendo la lista.
El otro Torrente estaba, si la memoria no me falla en la antigua Tabacalera, moderna Altadis. El bicho era muy bueno, pero para almacenes con menos movimiento que el archivo de una tele. No era un aparato diseñado para un funcionamiento intensivo. En entornos adecuados era, en serio, una maravilla.
Abrazos
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