El campesino (a la izquierda) y Millán Astray (o lo que quedó de él): apueste por uno
Es la guerra

2 de Septiembre.- Querida sobrina: ayer, en Polonia, una decena larga de jefes de Estado europeos conmemoró con gesto contrito el principio de la Segunda Guerra Mundial. Se depositaron flores al pie de un monumento erigido ad-hoc, se habló de las víctimas como suele hacerse en estos casos y se lanzaron al aire sentidos discursos en los que todos aseguraron que “más nunca” enviarían a otra generación de jóvenes al matadero.
Sin embargo, nadie mencionó que meses antes de empezar la Segunda Gran Guerra, terminó en España la Guerra Civil en la que las futuras potencias combatientes habían probado por interpósita persona todo el arsenal que más tarde convirtió Europa en un erial.
Soy un voraz lector de libros de Historia y, por mis lecturas, más de una vez me he preguntado qué hubiera hecho yo en el caso de haber vivido en la España de 1936. Una sola cosa tengo clara: probablemente, hubiera terminado fusilado. Tengo la manía de intentar ver todos los lados de un problema y creo que esa virtud no es muy popular en un contexto bélico, en donde hacer (y hacerse) preguntas es la forma más segura de terminar tus días contra una tapia (toquemos madera).
Crecí en la década de los ochenta del siglo pasado, en medio de una corriente historiográfica (y educativa) que buscaba rehabilitar a los perdedores de la Guerra Civil (lo necesitaban sin duda, después del largo proceso de medias verdades y medias mentiras -no se sabe qu¡e es peor- que constituyó la historiografía franquista, empeñada en crear una omnipresente Versión Oficial que suplantase a los verdaderos acontecimientos). Sin embargo sospecho que, por el camino, y en aras de hacerle un favor a los perdedores –que, en cualquier caso, siempre tienen mucha mejor reputación- se obviaron ciertos hechos sucedidos en los meses previos a la guerra (y aún del Ejército Republicano durante la guerra) que, a mi juicio, hace que sea muy difícil encontrar a uno de los bandos “mejor” que al otro.
En nuestra familia, como en la mayoría de las españolas, hubo víctimas. En nuestro caso, se trató de un tío bisabuelo tuyo, por la parte materna. Un chaval de veintitantos años, que murió fusilado por los llamados nacionales a finales de la contienda en la base de Cartagena. La llegada de la democracia sirvió, gracias a Dios, para rehabilitar a este pariente cuyo único delito fue permanecer fiel a la legalidad vigente en la zona en que le había tocado vivir durante aquellos años siniestros.
Hay una diferencia, sin embargo, entre los jefes de Estado que ayer conmemoraban el final de la Segunda Guerra Mundial y los políticos españoles que, tras muchos años de democracia, han aprobado la llamada Ley de Memoria Histórica (a mi juicio un artefacto para volver a resucitar viejos clichés de “buenos” contra “malos”, elija cada cual su bando favorito): mientras ayer la canciller Angela Merkel podía hablar de los años del nazismo como de algo que pertenecía (y pertenece, gracias a Dios) a la Historia, como de algo amortizado, reseco, estudiado, seccionado, analizado y, por lo tanto, despojado de cualquier tipo de consecuencia sobre el presente; los españoles (de quienes nos dirigen para abajo) somos aún incapaces de charlar sobre la guerra civil como de algo que pertenece a un contexto histórico determinado (en gran parte porque hablamos de oídas, las cosas como son). Y claro, mientras no podamos, nos arriesgamos a que acontecimientos como aquellos, que nos condenaron a cuarenta años de ostracismo internacional y pobreza, vuelvan a repetirse.
Los españoles aprendemos tarde, mal y nunca de nuestros errores y, después de leer muchos libros y muchos periódicos todos los días, empiezo a pensar que cierta mentalidad “guerracivilista” está inserta en nuestro córtex reptiliano de la misma forma que otros actos reflejos. Somos un pueblo que, considerado en masa, se mueve por ese sempiterno y pueblerino “¿Y tú, de quién eres?” o mejor por el "¿Y tú, con quién vas?". Nos gustan los bandos y, Ainara, donde hay bandos, no nos engañemos, termina habiendo hostias.
De unos años a esta parte, y por culpa de un hatajo de políticos sin imaginación (los peores, con mucha diferencia, que hemos tenido que sufrir en muchos años) parecen resucitarse las viejas heridas y, Ainara, me inquieta mucho, pero muchísimo, notar la deriva de mentalidades que se está produciendo o que se ha producido ya.
Por ejemplo.
Hace semanas, una persona española me pidió ciertas precisiones sobre la política austriaca. Le expliqué, para su sorpresa, que gobernaba una coalición social-conservadora. Me preguntó espantada cómo podía ser aquello posible. Y yo le contesté:

-Porque Austria es un país civilizado.

¿España no?

Besos de tu tío,

4 comentarios:

JOAKO dijo...

¡Qué tema mas espinoso!
Estoy de acuerdo contigo en casi todo, pero cualquiera que haya leido "Confesiones de un payaso" de heindrich Böl sabrá por lo que pasaron los alemanes despues de la guerra, que catarsis tuvieron que superar para llegar al punto que expones, en España esto no se ha hecho nunca, y tal vez sea el momento de hacerlo, ¡Por dios, que han pasado 70 años!, pero el autentico problema es que los vencedores morales, tras el parentesis de 40 años, no obligarón a los vencedores reales a realizar esta catarsis en la transición, con lo cual al final "el milagro de la transición" tiene remoras como esta. sería muy "alucinante" hacer un arbol genealogico del dienero y los politicos españoles, habría muchisimas sorpresas, y lo que se dice arrepentidos por un alzamiento contra el poder legitimamente establecido...ni por asomo en ningún sitio...

Pyro dijo...

De todos modos colega Joako, es un gran error equiparar ambas guerras. No tienen absolutamente NADA que ver una con la otra. Una fue guerra "fratricida" y la otra una "de agresión", donde por otra parte se dieron hechos nunca antes conocidos por el hombre, como el intento de aniquilación de todo un pueblo -por no hablar de los "untermensch"- por motivos raciales. Probablemente nuestra guerra se pueda equiparar a lo que ocurrió en Grecia o en países como Vietnam donde se dieron conflictos civiles, pero jamás tendrá que ver nada con el desarrollo y carácter de la IIGM. Saludos

El pobre que... dijo...

«En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. El Generalísimo: Franco. Burgos, 1º de abril de 1939».
Nos guste o no, ése fue el final de la Guerra Civil. Intentar «ganar» una contienda 70 años después y en «los despachos» se me antoja, cuando menos, ridículo. Los españoles no pueden asumir su historia— mucho menos comprenderla— por una sencilla razón: la falta de cultura. El español es un individuo que necesita comer demagogia a diario para después poder cagar sectarismo y enfrentamientos. Sólo así se entiende que un pobre palurdo que explica casi a diario que «le mataron al abuelo» ( una historieta más alambicada que el perfil de su esposa) sea presidente de Gobierno. La histórica ignorancia de los españoles— se empecinan en demostrarla siempre que pueden— queda en evidencia cuando la claque no hace más que repetir, como si fueran loros amaestrados, las frases de rigor: «legítimamente establecido» (el Gobierno de la II República), «presidente de la Generalitat democráticamente elegido» ( cuando se menciona a Companys), etc. Sin embargo, estimados amigos, la verdad es otra: Companys nunca se sometió al refrendo de unas elecciones y el Gobierno de la II República perdió su legitimidad con los hechos que consintió. Llegado este punto, Herr Bernal, conviene señalar que el término «legitimidad» se divide en dos al menos: legitimidad de origen y legitimidad de ejercicio. Si no aceptamos ésa diferencia, no podremos criticar jamás al nazismo, ya que Adolf Hitler llegó al poder a través de las urnas. Por lo tanto, un Gobierno que emplea «malas artes» durante el ejercicio del poder puede considerarse ilegítimo: la II República española es un caso palmario. Para que un país entienda su pasado, acepte su historia y mire al futuro, sólo es necesaria una virtud: cultura. Por desgracia, sobre todo para ellos mismos, los españoles conviven con una inculta contumaz; además parece que les agrada intentar hacer con esos mimbres no cestos, sino botijos. Extraña mezcla: ¡mimbres y botijos!
La baja estofa de la clase política española («menistros» que carecen hasta del bachiller, por ejemplo, y un presidente de Gobierno que aprende Economía en dos tardes) no es más que la demostración de lo anterior, porque una sociedad no escoge a los gobernantes que se merece, sino a los que más se le parecen. Si a ello añadimos una dinastía monárquica deleznable, unos medios de comunicación serviles y «apesebrados» y una sociedad inculta, adocenada y carente del mínimo coraje social, el resultado sólo puede ser uno: ¡Qué viva España! Los españoles, en cuestiones vinculadas a la democracia, hacen gala de una ignorancia que sonroja; otra cuestión serían las tapas y el «cómo en España no se vive en ningún sitio». Posiblemente ésa convicción se deba a lo poco que los españoles viajan; pero no como turistas, sino como viajeros, porque mientras el turista mira, el viajero observa. La democracia es algo más que introducir una papeleta en una urna— ése es un instrumento de la democracia, no la democracia en sí—: es exigir, respetar, creer, luchar y defender. De lo contrario, se producen esos potajes tan propios de los españoles: una democracia sin demócratas. «Más vale honra sin barcos que barcos sin honra»; «Santiago y cierra España»; «¡A mí, Sabino, que los arrollo!»; «¡Rusia es culpable!»; «“soy republicano pero también soy “juancarlista”»; y…«¡antes muerta que sencilla!».
Hoy me permito corregirte, estimado colega: podrías haberte ahorrado el “tarde” y el “mal”, porque el español, ¡el de pura cepa!, nunca aprende. No lo olvides: mimbres y botijos.

Fdo: El pobre… Burgos, 1º de abril de 1939.

Anónimo dijo...

¡Cáspita!