El gemelo golpea dos veces
20 de Enero.- Querida sobrina: hace semanas que quiero escribirte esta carta y, por una razón o por otra, no he encontrado el momento.



Cuando yo era niño, el extraño mundo de los adultos solía vincular la pérdida de la inocencia al descubrimiento del otro uso de lo que, según la Biblia, “brota como un fruto de la ingle del varón”.


Sin embargo, en mi caso no fue así (o no totalmente). La entrada en el mundo adulto vino marcada por un descubrimiento mucho más inquietante: todas las personas eran en realidad un ser doble. Dos yoes a los que les estaba prohibido estar en el mismo lugar. Por un lado, el yo que había conocido hasta entonces. Este ser físico, que tiene manos, pies, que es miope y astígmata al mismo tiempo; al que le empiezan a encanecer los pelos. Por otro, el inquietante, el desasosegante, el invisible. Ese ser al que la gente evocaba cuando yo salía de las habitaciones y la conversación paraba en mis actos, en mis palabras. Un ser incontrolable, molesto: el otro.


Como descubrí pronto para mi sorpresa, la mayoría de la gente no sólo vivia como si  si su otro no existiera, sino que, además, la existencia de ese otro yo que resultaba de los comentarios ajenos sobre los propios actos y palabras les traía muy al fresco. Asimismo, ignoraban su propia (y a veces nefasta) colaboración en la existencia de los otros yoes de los demás. Sin embargo, a mí me resultó pronto tremendo y casi insoportable el enorme poder que tenemos a la hora de evocar los actos de los otros y cómo cualquier juicio malintencionado o imprudente que hacemos sobre ellos puede tener consecuencias desastrosas en las vidas de los otros


Me resulta muy inquietante (aunque me he ido acostumbrando) que mis actos puedan ser juzgados, anotados, comentados, fiscalizados, por personas que, la mayoría de las veces, hablan sin tener la mayor parte de la información o, en todo caso, una parte importante. Y, por lo mismo, procuro ser lo más inocuo posible cuando juzgo, anoto, o comento lo que hacen o dicen los demás.


Con los años, he conseguido parlamentar con mi otro yo e, incluso, he conseguido acostumbrarme a su existencia; pero sigo sorprendiéndome cuando, sin estar yo presente, hace alguna trapisonda. O sea, cuando llega a mis oídos que alguien ha juzgado injustamente y de manera malintencionada algo que he hecho y he dicho (o he escrito).


Bueno: cuando llega a mis oídos. Porque otra característica desasosegante de ese otro Paco que anda haciendo de las suyas por ahí, como lo será de la Ainara invisible cuando aparezca, es que su existencia es secreta (o casi). Una de las reglas infalibles de la existencia de este otro yo que todos tenemos es que su mera mención delante de su otra mitad, lo que vulgarmente se llama “cantarle a alguien las cuarenta en bastos”, suele producir un cataclismo cósmico de consecuencias imprevisibles. Incluso los amigos más cercanos, los parientes, tratan la existencia de ese otro yo como la de un secreto vergonzoso. Nadie te dirá, Ainara, lo que no calla cuando tú no estás.


Con el tiempo, y con el objeto de desactivar ese otro Paco que puede ser tan dañino si no se le controla, he procurado ser más transparente, explicarle a la gente por qué hago y digo las cosas y, sobre todo, he procurado y procuro cada día eliminar cuidadosamente de mi vida las palabras mal intencionadas, los actos maliciosos, todas aquellas cosas que pudieran dar pie al crecimiento de la perversidad de mi otro yo.


Y también he procurado aprender de él. La sola existencia de ese ser inquietante y, por decirlo de una vez, tocapelotas, me recuerda cada día las flaquezas y las mezquindades que escondo ante mí mismo para hacerme la ilusión de que soy mejor persona de lo que realmente soy.


Besos de tu tío.

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