Busto del emperador Calígula, uno de los pocos "malos" históricos en los que todo el mundo parece estar de acuerdo.
10 de Febrero.- Querida sobrina: estos días pasados, mientras observaba el sorprendente espectáculo que España está ofreciendo al mundo (ministros y subsecretarios yendo por bolsas y periódicos extranjeros poco menos que pidiendo crédito y clemencia) pensaba yo que, cuando se pasa el calentón del momento, y el tiempo pasa, y todos quedamos fosilizados en la antigüedad de las fotos, hay pocos personajes históricos que sean universalmente considerados nefastos. Aunque simplemente hayan llevado, como el Gobierno español actual, una gestión mediocre o bien hayan alcanzado cotas abisales de abyección.
El tiempo ayuda a que los villanos históricos se conviertan en malos conocidos, en cocos con cuya vuelta se asusta a los niños. Mira a tu alrededor y lo verás. Cuando tú leas estas cartas, los últimos que conocieron la dictadura franquista serán apacibles abuelos que recordarán aquellos tiempos con una nostalgia que, en los decentes, será inconfesable (por cierto, mientras veía ayer un programa político, me asombraba de lo mucho que se sigue usando en España la expresión “régimen democrático” para referirse al propio país). Hace poco oí yo a un alemán, por lo demás nada sospechoso de simpatías pronazis, preguntarle al aire en qué se había diferenciado Hitler de Napoleón (en fin: hubo que recordarle que nuestro amigo de Braunau había institucionalizado la matanza industrial y el Gobierno del Mal sobre la Tierra). Rusia está llena de nostálgicos del estalinismo y, aún hoy, bajo la promesa de un futuro nirvana obrero, florecen y perviven en Sudamérica regímenes cuyos procedimientos distan mucho de ser santos.
Sin embargo, y ahí quisiera yo llegar, la forma menos evidente que los gobernantes tienen de causar daño son las buenas intenciones. El deseo patológico de ser amados, de agradar. La vanidad, sobrina, al fin y al cabo.
El presidente del Gobierno actual fue elegido en unos momentos históricos bastante siniestros. A todos los votantes (a los que le votaron a él y a los que votaron a otros) nos corría un frío de muerte por la espalda que, después de todo, fue muy mal consejero a la hora de acercarnos a las urnas. El voto, en condiciones ideales, debería ser una decisión meditada y lo menos apasionada posible pero, en España, un país dividido en tendidos de sol y de sombra, no suele ser así. Recuerdo que, cuando se supo que había sido elegido, se organizó ese mítin improvisado que todos los candidatos electos afrontan y que tiene tanto de entrega de la corona a alguna miss tropical.
El hoy presidente compareció ante una multitud iluminada con un par de focos, de manera que sólo destacaban algunas cabezas entre una penumbra que se intuía tan aterida por fuera como hirviente por dentro. Él mismo estaba casi a oscuras. La gente le gritaba “Zapatero, no nos falles” (¡Necesitábamos tanto creer tras los últimos acontecimientos!) y a él se le debieron de quedar grabadas estas palabras y la sensación embriagadora de no ser cuestionado, de contar con el aplauso universal. San Jorge, cuando volvió de derrotar al dragón y se quedó con la chica, debió de sentir lo mismo.
Sin embargo, Ainara, moverse por esta vida, como ciudadano normal o como presidente del Gobierno es, muchas veces, decir cosas que la gente no quiere oir y tomar decisiones que no por honestas y cabales son más populares. Todos estamos siempre dispuestos a creer que la verdad sobre cualquier asunto es aquello que queremos oir. Desconfía de la gente que sólo tiene buenas palabras, que acomoda sus opiniones a aquello que sabe que te va a gustar. Aún cuando vayan con buenas intenciones (que a veces no son las mejores). Confundir la amabilidad con la bondad es un error demasiado común. Sobre todo para quienes tendemos a confiar en la abstracta bondad de los desconocidos.
Besos de tu tío
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