19 de Mayo.- Querida sobrina: ayer agarraste un sofocón de aúpa porque el médico quiso mirarte la garganta con un palo (yo creo que es uno de los tormentos más molestos por los que se hace pasar a la infancia junto con los análisis de sangre). Por suerte, no tienes más que un catarro. Cosa de poco.
Por la tarde, en el gimnasio, estaba pensando en qué iba a escribirte hoy. Las mejores ideas, por cierto, se me ocurren en la ducha, después de hacer ejercicio. Mientras el agua caliente fluye, frases enteras vienen hacia mí, y no tengo más que alargar la mano (metafóricamente, por supuesto) y cogerlas.
Pensaba en algo de lo que trató una de las primeras cartas que te escribí. Se llamaba, lo recuerdo bien, Tetris; y por ser importante, creo que es un asunto sobre el que conviene insistir.
Soy de la firme opinión de que tenemos muy poco control sobre los acontecimientos que suceden en nuestra vida pero que sí que podemos controlar la manera en que los encajamos, en que los integramos. La inteligencia, la habilidad vital, entendida como la capacidad de vivir en equilibrio y moderadamente feliz, se demuestra en mi opinión no tanto en las decisiones que tomamos (o también) sino en cómo encajamos el alto porcentaje de cosas sobre las que no tenemos voz ni voto.
Pensaba en esto porque una de las frases que apareció entre el vapor de la ducha ayer, en el gimnasio, fue que venir a Austria había supuesto para mí, en primer lugar y sobre todo, ingresar en un reino de silencio. Y que, al principio, había vivido esa experiencia del mutismo forzado como una mutilación (no: no exagero: supuso una mutilación total); pero que luego, con el paso de los meses, de los años, he aprendido que el silencio no sólo es beneficioso sino que ayuda a aguzar otros sentidos.
Yo soy muy hablador, lo mismo que el resto de la tribu. Nos gusta y somos conscientes de que lo hacemos bien. Has nacido en una familia, Ainara, a la que le encanta conversar, hacer bromas, jugar con el lenguaje. Para mí, no hay mayor placer que contar historias divertidas. Colecciono anécdotas para luego relatarlas delante de un auditorio. Creo que es mi única concesión a la vanidad y el único resto que me queda de cuando me subía a los escenarios de esos mundos. Me encanta ese silencio que se hace cuando uno está contando una historia interesante. Un silencio que es perfecto, tenso como un bramante. Me apasiona jugar con ese silencio, dosificar la información, inventar un gag, estilizar un suceso para que pase rápida y fácil delante de un auditorio, como los desenvueltos gestos de un mago.
Procuro, además, que la conversación se transforme en algo enriquecedor, y me esfuerzo mucho en escuchar también, en que haya espacio para la opinión de la otra persona. Lo hago, no te engaño, desde un punto de vista egoísta, porque, como he dicho muchas veces, uno de los lemas de mi vida podría ser “ven y dime cómo vives”.
Para mí la conversación es un arte.
Sin embargo, fue llegar aquí y tuve que dejar de hacer una de las cosas que más me gustan y por las que, estoy convencido, merece la pena vivir. Y sólo lentamente, al ritmo en que mi alemán se va acrecentando, y mi manera de expresarme se convierte en un Frankenstein hecho de trozos de cosas que he oido antes, puedo empezar a hacer chistes que empiezan a remontar el nivel de nuestros padres, los primates.
Sin embargo (y aquí paran las lamentaciones) el silencio no sólo me ha enseñado a no perder de vista mi vanidad, sino que, además, me ha dado la medida exacta del peso de las palabras, de su forma, de su importancia. Creo, incluso, que mi manera de “comunicar” en español ha mejorado gracias a esta experiencia. En todo caso, el viejo principio: lo que no mata, engorda.
Besos de tu tío.
Por la tarde, en el gimnasio, estaba pensando en qué iba a escribirte hoy. Las mejores ideas, por cierto, se me ocurren en la ducha, después de hacer ejercicio. Mientras el agua caliente fluye, frases enteras vienen hacia mí, y no tengo más que alargar la mano (metafóricamente, por supuesto) y cogerlas.
Pensaba en algo de lo que trató una de las primeras cartas que te escribí. Se llamaba, lo recuerdo bien, Tetris; y por ser importante, creo que es un asunto sobre el que conviene insistir.
Soy de la firme opinión de que tenemos muy poco control sobre los acontecimientos que suceden en nuestra vida pero que sí que podemos controlar la manera en que los encajamos, en que los integramos. La inteligencia, la habilidad vital, entendida como la capacidad de vivir en equilibrio y moderadamente feliz, se demuestra en mi opinión no tanto en las decisiones que tomamos (o también) sino en cómo encajamos el alto porcentaje de cosas sobre las que no tenemos voz ni voto.
Pensaba en esto porque una de las frases que apareció entre el vapor de la ducha ayer, en el gimnasio, fue que venir a Austria había supuesto para mí, en primer lugar y sobre todo, ingresar en un reino de silencio. Y que, al principio, había vivido esa experiencia del mutismo forzado como una mutilación (no: no exagero: supuso una mutilación total); pero que luego, con el paso de los meses, de los años, he aprendido que el silencio no sólo es beneficioso sino que ayuda a aguzar otros sentidos.
Yo soy muy hablador, lo mismo que el resto de la tribu. Nos gusta y somos conscientes de que lo hacemos bien. Has nacido en una familia, Ainara, a la que le encanta conversar, hacer bromas, jugar con el lenguaje. Para mí, no hay mayor placer que contar historias divertidas. Colecciono anécdotas para luego relatarlas delante de un auditorio. Creo que es mi única concesión a la vanidad y el único resto que me queda de cuando me subía a los escenarios de esos mundos. Me encanta ese silencio que se hace cuando uno está contando una historia interesante. Un silencio que es perfecto, tenso como un bramante. Me apasiona jugar con ese silencio, dosificar la información, inventar un gag, estilizar un suceso para que pase rápida y fácil delante de un auditorio, como los desenvueltos gestos de un mago.
Procuro, además, que la conversación se transforme en algo enriquecedor, y me esfuerzo mucho en escuchar también, en que haya espacio para la opinión de la otra persona. Lo hago, no te engaño, desde un punto de vista egoísta, porque, como he dicho muchas veces, uno de los lemas de mi vida podría ser “ven y dime cómo vives”.
Para mí la conversación es un arte.
Sin embargo, fue llegar aquí y tuve que dejar de hacer una de las cosas que más me gustan y por las que, estoy convencido, merece la pena vivir. Y sólo lentamente, al ritmo en que mi alemán se va acrecentando, y mi manera de expresarme se convierte en un Frankenstein hecho de trozos de cosas que he oido antes, puedo empezar a hacer chistes que empiezan a remontar el nivel de nuestros padres, los primates.
Sin embargo (y aquí paran las lamentaciones) el silencio no sólo me ha enseñado a no perder de vista mi vanidad, sino que, además, me ha dado la medida exacta del peso de las palabras, de su forma, de su importancia. Creo, incluso, que mi manera de “comunicar” en español ha mejorado gracias a esta experiencia. En todo caso, el viejo principio: lo que no mata, engorda.
Besos de tu tío.
2 comentarios:
Debo de ser medio austriaca, porque siempre he sido muy callada. :-D
Hola!
Yo no, y no veas qué mal se pasa :-)
Publicar un comentario