Los espíritus que vagan por el ambiente (V): un bocata de boquerones

Hombre con bigote (de la cuenta de flickr del Powerhouse Museum)

18 de Junio.- Supongo que el hombre debió de encontrar lógica la petición de mi abuelo porque, una semana más tarde, volvió acompañado del chaval.

Tampoco sé cómo era, pero podemos suponernos que se parecía a su padre y que era delgado. Algo tímido. Imaginemos que llevaba unos vaqueros de marca, unas zapatillas de deporte caras y un polo de un color alegre en cuya pechera campeaba un jinete en el acto de atizarle un contundente mazazo a una pelota de polo.

Supongo que el chaval estaría intrigado, pues ignoraba a lo que iba y que su padre lo estaría aún más aunque lo sabía perfectamente.

El caso es que las cuatro personas se debieron de sentar en la salita que mis lectores ya conocen.

Mi abuelo les preguntaría al padre y al hijo por el viaje desde su residencia marítima hasta la polvareda semidesértica de Madrid. El hombre, aparentando un aplomo que desearía transmitir a su hijo, abundaría en la conocida antipatía de las azafatas de la aerolínea estatal y denostaría los sandwiches secarrones e insípidos. Momento en que mi abuela, en modo mamma mediterránea, le preguntaría al silencioso muchacho si le hacía un bocadillo (por ejemplo, de boquerones en vinagre, que le salen de muerte).

Educado, el chaval contestaría seguramente que no. Y mi abuelo le preguntaría si le apetecía ver las maquetas de barcos que hacía.

(Mi abuelo era un consumado maquetista naval).

El chaval miraría a su padre y el maduro caballero, con esa sonrisa protocolaria que sólo tiene la gente muy pija, le animaría a que acompañase a mi abuelo a la habitación (antiguo dormitorio de mis tías) en la que guardaba sus obras de arte.
 
Una vez solos, mi abuelo y el chico seguramente hablaron de fútbol. Mi abuelo le diría que era del Real Madrid y el chico confesaría, quizá, una tímida afición a algún modesto equipo isleño.

Tras una conversación que se desarrolla en unos términos relajados y cordiales, mi abuelo envía al chaval a la sala de estar, y le pide que le diga a su padre que quiere hablar con él de un asunto.

Inmediatamente, el hombre comparece y mi abuelo le pide que se siente en una silla cercana. Mi abuelo cierra los ojos. El otro hombre es incapaz de relajarse.

Les veo sentados frente a frente, la penumbra de la habitación coloreada por unos visillos color crema. El silencio cargado de presencias que siempre se hacía cuando mi abuelo se concentraba, sólo entrecortado por una leve tos de fumador, fruto de una larga intimidad con el tabaco negro.

Mi abuelo se persigna, respira hondo. Pasado un momento, con voz algo mate, empieza a describir a una persona a la cual el hombre, en principio, no reconoce pero sobre cuya identidad, de pronto, se hace la luz. Mi abuelo le indica al hombre la posición que el Hermano que le visita ocupa en la habitación. Describe su vestimenta, su actitud, las señas que le hace, busca la complicidad del perplejo caballero para interpretarlas.

Mi abuelo le pregunta cosas a la entidad visitante, particularmente qué quiere y por qué le causa al chico la desazón que le conduce a comportarse de manera tan extraña, le pregunta por los fenómenos inexplicables.

El espírtu manifiesta una honda congoja con gestos que no dejan ninguna duda. Se las arregla para indicarle a mi abuelo que está desorientado, que ha perdido el camino, que el bosque se ha hecho oscuro y tenebroso a su alrededor, que no hay luces que seguir.

Ante la perplejidad del caballero sentado frente a él, mi abuelo intenta tranquilizarle. La entidad se debate y, desconfiada, desaparece.

Mi abuelo vuelve a persignarse. Abre los ojos para ver la mirada ansiosa, interrogante, de su interlocutor.

Le explica de una manera sencilla lo que mis lectores saben ya. La presencia que guía a su hijo ha perdido el camino hacia el próximo nivel. Está desorientada. Busca ayuda.

Pregunta cuándo pueden volver para intentar entablar contacto con él. El caballero contesta que la semana siguiente. Luego, los dos hombres vuelven a la salita en donde el chaval, convencido finalmente por mi abuela, devora algo intimidado un bocata de boquerones en vinagre del tamaño del portaaviones Príncie de Asturias

1 comentario:

Anónimo dijo...

¿Volvió el espíritu? y sobre todo, la verdad ¿heredó el nieto los poderes del abuelo?
L.