Averías


15 de Julio.- Ayer estuve todo el rato pensando en las instrucciones de los aparatos electrónicos. En las de mi cámara, por ejemplo, pone que puede funcionar entre tales y tales extremos térmicos. Uno deduce que, si el rango se sobrepasa por arriba o por abajo, la cámara dejará de funcionar bien por congelación o porque la temperatura ambiente le derrita alguna de las piezas hasta volverla inutilizable.



El animal humano (este ejemplar, particularmente) puede funcionar –dato empírico- entre los catorce grados bajo cero y los cuarenta. Con el frío, se le paralizan las partes móviles de su cuerpo y le empiezan a doler. Con el calor, le entra la modorra y sólo quiere que le dejen tirarse en algún sitio para poder morir en paz.



Viena se derrite bajo el fuego de una ola de calor sahariano. Ayer, a eso de las seis de la tarde, probablemente a causa de las temperaturas, la línea cuatro de metro sufrío un vahído y dejó de funcionar.



De hecho, mientras escribo estas líneas, sigue parada. Como resultado, y por una cadena de circunstancias relacionadas, tuve que irme andando a casa después de dar una clase de español.



Eran las diez y media. Las calles recordaban a esas escenas nocturnas de Mujeres Al Borde de Un Ataque de Nervios en las que dominaba un ambiente onírico y surrealista. Sólo que no sonaba música de Rimsky Korsakov y, en vez de patinadores recorriendo el Barrio de Salamanca de Madrid, como en la película, me tropecé con varios ciclistas frenéticos que trataban de atrapar, a base de velocidad algo de aire fresco.



En las terrazas, bajo un cielo insolentemente estrellado, la gente intentaba refrescarse con helados de frutas. Por la María Hilferstrasse, una prostituta demacrada, algo perdida (con un parecido, por cierto, a una vecina mía de Madrid) arrastraba unos zapatos de plataforma con los que apenas podía, enfundada en un pantalón blanco ajustado y una camiseta verde con dos rodales de sudor en los sobacos.



Un matrimonio maduro de turcos discutían en plena calle. El marido, algo más adelantado, hacía oidos sordos a la mujer, que le recriminaba, gorda e iracunda, quién sabe qué desidia doméstica.



En Pilgrammgasse, acodados en el puesto de salchichas del puente sobre el raquítico rio Wien, un grupo de ciudadanos de los Balcanes (o asimilados) lanzaban piropos algo babosos a una chiquilla escuálida y renegrida, vestida con unos pantalones minúsculos que dejaban adivinar los arranques de un culillo escurrido, y la mínima expresión de una camiseta con estampado de piel de leopardo. La llamaban por su nombre (debían de conocerla) y ella caminaba lentamente, exhibiendo un olímpico desprecio. Aunque se veía claramente que estaba secretamente encantada de que la requebrasen de aquella manera.



Al coincidir en el paso de cebra, justo sobre el terreno prohibido del carril para bicicletas, la chica –ojos negrísimos, pelo negrísimo, grandísimos pendientes de aro- me miró de reojo y, haciendo un ímprobo esfuerzo, levantó la comisura derecha de la boca en un amago infinitesimal de sonrisa. Yo hice como que no me daba cuenta y esperé a que el muñequito del semáforo se pusiese en verde. Ella, cansada, sudorosa, con los codos y las rodillas curiosamente salientes, reemprendió su camino y se perdió en la noche.

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