De mis soledades vengo




7 de Julio.- Querida Ainara: llevo un par de semanas sin escribirte porque, francamente, pensé que, si hacía una pausa, nadie echaría de menos estas cartas. Pero sí que ha habido gente (tu padre entre ellos) que las han echado de menos, y me han preguntado y eso me ha hecho volver a dedicar los miércoles a pensar un poco para ti.

Por razones que no vienen al caso, Ainara, hubo una época en mi vida (yo diría que bastante larga) en la que me sentí invisible. No es que lo fuera, pero yo me sentía así. Y los años me han enseñado que es tan importante la realidad objetiva como la experiencia que una persona tiene de esa realidad (yo digo mucho que la vida es un diez por ciento como es y un noventa como te la tomas).


Me parecía, Ainara, que la gente no me conocía o hacía muy pocos esfuerzos por conocerme de verdad. Nos ocurre mucho a la gente que pasamos por ser graciosos. La gente se obstina en ignorar la veta de melancolía que todos los chistosos llevamos dentro. Simplemente, la obvian. Porque les resulta incómoda o porque, quizá, les obligaría a hacerse preguntas.

La gente invisible, Ainara, o que se siente así, también se siente muy sola. Y sentirse solo no es agradable. La vida se reduce a una larga tarde de invierno en la que la noche está siempre a punto de caer.

Por suerte, el tiempo ha mitigado esa sensación (aunque no la ha borrado por completo, porque sin duda Dios quiere que la tenga muy presente, Él sabrá por qué). Ahora que no me siento invisible, tengo la grata sensaición de guardar menos secretos. Vivo más feliz, más en paz.

Sin embargo, ayer me acordé de todo esto porque, sin querer (o queriéndolo quizá demasiado) me convertí, en el espacio de media hora, en cómplice de la soledad de otros.

Verás.

Ayer, tuve que acercarme a un recado a una calle céntrica de Viena que, por casualidad, también me pilla a mano para ir a casa de unos alumnos. Al cambiar de línea de metro, bajé por una escalera mecánica. Justo antes de llegar al piso inferior, reparé en un hombre de la edad de tu abuelo más o menos. Delgado, los ojos muy azules, una camisa blanca y los pantalones vaqueros, gastados, algo abolsados en las rodillas. Por lo demás, limpio, correcto. Llevaba una bolsa de plástico amarilla, de unos supermercados de aquí. Supongo que, en el barrido que siempre hago cuando estoy en un sitio lleno de gente, me llamó la atención su inmovilidad, que contrastaba tanto y tanto con el ajetreo de la estación. El hombre trabó contacto visual conmigo y, conforme la escalera me acercaba a él, emprendió un par de pasos lentos hacia el lugar previsible en que yo aterrizaría. Fue a hablar y, entonces, yo retiré la mirada quizá demasiado rápida, demasiado violentamente. El hombre no hizo nada, sólo siguió andando como si el acercarse hacia mí hubiera sido una casualidad. Dio un paso más y luego volvió a su inmovilidad, a su invisibilidad, a su indefinible tristeza. Al llegar a él, la multitud se dividía en dos, le rodeaba y le superaba, como el agua rodea y supera una piedra varada en mitad de la corriente.

Más tarde, con el recado hecho (o sin hacer, porque resultó que lo que iba a comprar no lo tenían en la tienda a la que fui) me di cuenta de que tenía diez minutos antes de que empezase mi clase. Me apoyé en el antepecho que guarda una boca de metro cercana, saqué el libro que siempre llevo y me puse a leer.

Por el rabillo del ojo me di cuenta de que un muchacho se iba acercando a todos los transeuntes. Supuse (acertadamente) que para pedirles dinero. Sin embargo, algo no encajaba. A pesar de ir muy sucio, no tenía pinta de ser un drogadicto. No tendría más de diecisiete o dieciocho años. Se le veía bien alimentado, saludable. Quizá algo aturdido. El pelo un poco largo, el bozo típico de los rubicundos que tienen poca barba, sin afeitar. Cuando se acercó a mí, me pidió dos euros y yo, Ainara, tengo que confesar que puse la cara de inocencia que tengo siempre preparada para estos casos y, mintiendo, dije que no llevaba dinero encima. El chaval puso cero al cociente y pasó al viandante siguiente y yo le vi alejarse de mí, dejandome profundamente intrigado por aquella mirada verdosa, por aquella voz que, en buen alemán, me había pedido dinero.

De pronto, Ainara, me asaltó una gran desazón y no te sabría explicar por qué. Quizá porque me asaltó la sensación de que podría haber hecho algo, no sé. Porque tuve conciencia de ser quizá el único que se daba cuenta de que aquellas personas pasaban por la vida como sombras, sin que nadie los viera. Y, al mismo tiempo, aunque mi corazón me dice que desaproveché una oportunidad de ayudar a alguien, mi cabeza me dice que, aunque la hubiera aprovechado, al final, hubiera sido lo mismo.

Y no estoy seguro de que nadie esté preparado para afrontar las conclusiones últimas que plantea esta paradoja.


Besos de tu tío.

3 comentarios:

Chus dijo...

Hola Paco, como siempre me encanta leerte. Si no dejo comentarios ultimamente es porque entro deprisa y sin tiempo para nada. De todas formas he decidido tomarte un tiempo de descanso y no hacer nada.

Te deseo buen verano y disfrutes con tu familia.

Un abrazo

Maria dijo...

Has hecho una buenísima reflexión. A veces te hacen sentir invisible (y suele ser en esos momentos en los cuales necesitas que te hagan caso) y otras parcialmente invisible (cuando la gente se empeña en ignorar algunos aspectos de tí). Y entonces te sientes vulnerable. Otras veces eres tú el que no quiere ver a los demás, supongo que es como un mecanismo de autoprotección (si no veo la necesidad, no me siento mal) y, en estos casos, como tú muy bien decías, te entra una especie desazón; cuando la persona “invisible” empieza a hacerse visible dentro de tí y lo pasas mal. En ese momento podrías llegar a ser aquel que repitió un viaje para darle unas monedas a una mendiga a la que había ignorado. Y... ¿todo esto por qué? ¡Quién sabe!

Un abrazo.

Helga F Moreno dijo...

Paco, ¡me ha gustado muchísimo tu entrada!
Yo me he sentido así muchas veces en mi vida. Como tu, y como ellos.
Invisible para todos, ¡pero muy invisible!
Y tambien, por un mecanismo de defensa, me he hecho la dura, no he querido ver, para no sufrir, aunque a sabiendas de que estaba allí.
Pero ya lo tenia en mi mente.
Y como dice Maria, yo si he hecho eso de volver atrás y buscar a esa persona a la que no he ayudado.
Porque me sentía mal. Porque la conciencia, mi conciencia, pesa muchísimo, a pesar de haber pasado muchos años en una invisibilidad total para muchos.
Un beso!