Servir




25 de Agosto.- Querida Ainara: vivimos en un mundo por el que pasamos sin dejar apenas huellas. La cultura occidental, que se sostiene sobre el ansia de acumulación de bienes materiales, sobre la falsa seguridad que en nosotros produce la posesión de cosas, ha extendido también la noción de que lo que nos rodea ha de ser rápidamente amortizable. La ropa se hace para que dure una temporada; las casas, para que tengan una vida útil de cuatro o cinco décadas; la gente se casa pensando que algún día se divorciará y los amigos se tratan con el convencimiento de que, el que una amistad dure toda una vida es algo que rompe las leyes de la física newtoniana.


Esta ligereza de equipaje resulta sin embargo, a la larga, enormemente tranquilizadora. Porque permite tomar decisiones sin la esclavitud que supone tener que conservar un patrimonio personal o sentimental. En otras palabras: permite la rebeldía.

Los pobres, también es cierto, podemos tomarnos libertades a la hora de ser rebeldes. Sin embargo, a lo largo de los años, Ainara, yo he ido perfeccionando unas cuantas disidencias, la principal de las cuales quisiera contarte hoy.

Vivimos en un mundo en el que todo tiene un valor asignado. Las relaciones humanas están basadas en modelos de intercambio. Por eso, una de las grandes rebeldías que puede uno permitirse es salirse de esa red y hacer cosas solo por el simple placer de hacerlas. Regalar el tiempo de uno a quien lo necesite con la tranquilidad de quien no espera nada a cambio.

Creo, Ainara, que sin duda esto es un rasgo de nuestra familia. Pensando sobre lo que te diría en esta carta, como siempre hago antes de escribirlas, me he dado cuenta de que en nuestra familia hacemos muchísimas cosas de manera completamente altruista. O, mejor dicho, gratis.

Me explico.

Durante muchos años trabajé como voluntario con niños y, siempre que en mi presencia alguien decía que yo era muy buena persona por hacerlo, nunca desperdicié la oportunidad de corregir a mi interlocutor. Con una sonrisa que quería quitarle algo de hierro al reproche, le explicaba que, en realidad, hacía aquel trabajo por puro egoísmo. Dado lo mucho que recibía y lo muchísimo que aprendía, lo poco que yo daba (mi tiempo) a medio plazo, resultaba una ganga.

Desde entonces, o sea, desde muy joven, he intentado siempre hacer algo, al menos una vez a la semana, que no fuera encaminado a mi propio placer y que no me reportase ningún beneficio material. Sólo por el placer que se siente al desprenderse de un lastre innecesario.

No hace falta mucho, Ainara, y los beneficios son inmediatos. El primero y más principal el quitarle imporancia al dinero, a lo que se puede poseer; el segundo también resulta indudable:trabajando por los otros, se mejora nuestro ecosistema emocional.

Creo firmemente, Ainara, que los seres humanos debemos ser serviciales. De hecho, servir me parece uno de los verbos más bonitos del idioma. Y, en este mundo que se agota, que se ahoga, en el que las personas corretean a oscuras como ratones encerrados en una caja, servir a los demás por la alegría de servirles y de sentirse útil es uno de los lujos que están al alcance de todo el mundo, porque dan sentido a la propia existencia. La hacen un poco menos perecedera.

Besos de tu tío.

1 comentario:

Unknown dijo...

Ainara tiene mucha suerte de recibir estas cartas, y nosotros de poder leerlas también.