Una tarde en el fútbol

(Publicado, aunque no sé si con este título, el 19 de Noviembre de 2009)



Por alguna razón incomprensible, las fiestas del pueblo vecino al mío son en enero. Resulta un espectáculo bastante triste lo de divertirse congelado y bajo luz artificial. Algo de esto pensaba yo ayer cuando me bajé del metro en Stadion y engrosé la marea de gente (la mayoría entre los ocho años y los treinta y cinco) que se dirigía al estadio Ernst Haupl que resaltaba, iluminado, en la oscuridad.


Los chiquillos iban con las caras pintadas de rojo y blanco; aunque también había aborígenes que, sin pudor, se habían pasado al enemigo con armas y bagajes y habían decidido desempolvar los avíos que les habían servido durante el Campeonato de Europa. Aquí y allá, vendedores de modalidades alimenticias de alta graduación calórica intentaban hacer su agosto en noviembre; un entusiasta pregonero partía la marea humana en dos vendiendo bufandas conmemorativas de la magna ocasión: el encuentro amistoso entre las selecciones austríaca y española, primera vuelta del combinado nacional (hispánico) al escenario en donde, según palabras de su actual entrenador, había vuelto a ser situado en el Mapa Mundi.

En cuanto a mí, era mi primer partido de fútbol en directo (o sea, en el campo). Con lo cual a) me sentía como un extraterrestre y b) me había autoimpuesto la obligación de no perderme ningún detalle.

He aquí mis impresiones:

En primer lugar, el estadio Ernst Haupl, en lo que no ven las cámaras de televisión, es muy parecido a la plaza de toros de Las Ventas. O sea, arquitectura de garaje. Vigas de hormigón. Revocado pintado de blanco. Cuando ocupamos nuestros sitios en unos graderíos espaciosos y modernos descubrimos que el fútbol en Austria y las fiestas patronales de Alcobendas se parecen en algo más que en la oscuridad: hacía un frío de cojones que iba entrando, poco a poco, a través de las posaderas, progresaba como una serpiente helada hacia los pies y terminaba dejándote las manos como dos carámbanos. Un aborigen avispado se había traido un cojín para retardar un poco la congelación (y las potenciales amputaciones); pero como se estaba metiendo una birra (sin alcohol, no había otra) entre pecho y espalda, dudo mucho que se calentara.

Se me olvidaba: Manolo el del bombo (ese personaje que algunos encuentran entrañable) amenizaba los rugidos de la reducida representación española aporreando su instrumento como el virtuoso contaminador acústico que es.

Sigo: preliminares: saltaron las dos selecciones a la superficie verde e iniciaron una mojiganga nada convincente que los expertos designaron como “calentamiento”. Yo, personalmente, dudo mucho que aquellos trotecillos de gacela fueran capaces de elevar la temperatura muscular de nadie. Y más me parecieron las exhibiciones de los chulopiscinas cuando hay alguna chati potable a la vista.  Pero bueno: no soy ningún experto.

El speaker (un conocido lejano de la ORF, creo) saludó a la hinchada española con una pronunciación pasable y, tras una incursión en el terreno de la Marcha Radetzski, presentó al guest star que iba a hacer el saque de honor: Hermann Meier (Herminator, famoso saltador de esquí recientemente retirado). Hermann abundó en las obviedades propias de estos casos e incluso se dejó decir, como Aznar, que él jugaba al fútbol en la intimidad. De varios miles de gargantas brotó un clamor hermoso, como intentando conjurar el espíritu de un triunfo que se veía chungo. Herminator se retiró discretamente. Empezó a sonar It´s rainging men (!). Por cierto, la versión de la Spice Girl con nariz de cerdita y nombre de ungüento contra el acné.

Manolo el del bombo nos obsequió, mientras tanto, con otro solo. Vaya por Dios.

Himnos nacionales. El español primero (los austriacos asistentes se chotearon un poco de que no tuviera letra) luego el austriaco. Y aquí lo digo como espectador imparcial: el himno nacional austriaco mola mucho más que el nuestro. Aunque varios de los asistentes y yo convinimos en que la marcha Radetzski es mucho más pegadiza.

Cuando ya todos estábamos hechos a la idea de que iba a empezar el tiempo reglamentario vuelve a salir el speaker y pide al público que se ponga de pie para guardar un minuto de silencio por el jugador de fútbol alemán que se suicidó la semana pasada. Tras el discurso del speaker glosando las virtudes del finado se inicia el silencio. Descubrimos que un minuto, en estos casos, dura quince segundos.

Sin más dilación, se inicia el encuentro. El resto, es historia.

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