27 de Octubre.- Querida Ainara: cuando tu padre y yo éramos pequeños, alguien nos compró un ajedrez (todavía está en casa de tus abuelos, por si tú lo quieres usar). Tu padre tendría seis o siete años. Yo, dos más. Como era el mayor, me asesoré y aprendí a mover las piezas. Aunque te confieso que a mí me gustaba más el orden de antes de la partida que la anarquía de unas jugadas que me aburrían (y me aburren) mortalmente.
Tu padre era un niño curioso y no cejó hasta que le enseñé a jugar. Lo hice, lo recuerdo bien, con el fastidio de los hermanos mayores que ven la ignorancia de los pequeños como un lastre. Fastidio que aumentó considerablemente cuando me di cuenta de que tu padre no sólo había cogido los diferentes modos de mover las piezas a la primera sino que, aún en aquel estadio tan primitivo, era un jugador de ajedrez creativo y muchísimo más capaz que yo. O sea, y por hacerlo corto: que me ganaba siempre. Naturalmente, me guardé el pundonor herido para mí y, fingiendo –o no tanto- un aburrimiento mineral a propósito del juego, guardé piezas y tablero en donde tú podrás encontrarlos aún si buscas bien.
Aquel incidente me dio mucho que pensar. Para mí estaba claro que yo era un niño inteligente. Lo decían mis profesores, lo decían mis compañeros –a los que no les gustaba demasiado la circunstancia, por cierto- y lo decían tus abuelos. Pero estaba claro que me faltaba algo con lo que tu padre contaba (y cuenta) generosamente. Una capacidad de diagnosticar rápidamente las situaciones y una agilidad mental para encontrar soluciones creativas que está (ahora lo sé) muy por encima de la norma. Creo que esta capacidad de apreciar de un vistazo las situaciones es algo que también es la clave de su sentido del humor. Tu padre, lo sabrás ya, lee la vida de una manera que a él le parece natural pero que a los demás nos está vedada. Es un poco como las capacidades extrasensoriales de tu bisabuelo, pero enfocado a hacer reir.
Por suerte, las capacidades de tu padre siempre han estado enfocadas a cosas que a mí no me interesaban nada, y viceversa; y creo que esa es la clave del éxito de nuestra relación como hermanos: no competimos y, felizmente, vivimos ajenos a la envidia.
A lo largo de mi vida me he encontrado con otra gente que, como tu padre, también gozaba de una agudeza por encima del aburrido dictámen de las estadísticas. Sin embargo, eran raros los que manejaban sus capacidades con la misma elegancia con la que mi hermano nos sorprende. Antes bien, era todo lo contrario: generalmente, se trataba de personas hurañas, algunas hasta amargas. Muchas de ellas, ya adultas, con vidas personales desastrosas, marcados por una perpétua insatisfacción.
Cada vez que me he encontrado en otras personas ese brillo especial que tu padre tiene, me he sentido tan perplejo como aquella vez en que me empezó a ganar partidas de ajedrez una detrás de otra. Pero con los años, he aprendido lo que los inteligentes de vida desastrosa no saben: que no es tan importante la inteligencia que Dios le da a uno, sino el uso que uno hace de ella. Y que ser inteligente por sí solo no es nada si la perspicacia no va acompañada de disciplina y de paciencia. Esta vida, Ainara, es una carrera de resistencia. El que permanece, gana. Por eso no hay que dejarse amilanar ni desanimar por los éxitos que los otros participantes tienen al principio de la competición. Al final, el marcador del último minuto es el que cuenta.
Besos de tu tío.
2 comentarios:
Muchas gracias, hermano. Sin embargo, es curiosa la percepción porque a mí me pasa lo mismo contigo. Me refiero: "Ya quisiera yo la forma que tu tienes de ver la vida". Efectivamente, creo que ese es el secreto de nuestro éxito como hermanos, no competimos.
Un beso y muchas gracias por la entrada tan bonita que le has escrito a Ainara.
Hola campeón!
De nada, hombre. No es más que la verdad :-)
Cuidate
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