Crímenes del corazón (IV): Pantoja oro

18 de Febrero.- Cuando se habla de aquellos tiempos de la Transición tardía, suele olvidarse con frecuencia la circunstancia de que todos los penómenos que hacían vibrar a la opinión pública eran generales, monolíticos, mayoritarios. 


Baste un ejemplo: en la actualidad, se considera que un programa de televisión es un éxito cuando lo ven entre un millón y medio y dos de personas. Pues bien: cuando Mayra Gómez Kemp presentaba el Un,dos,tres, la veían, cada viernes, no menos de treinta millones de arrobados telespectadores. Salir en el Un,dos,tres significaba hacerse famoso a unos niveles que hoy, con suerte, solo alcanzan algunos futbolistas.

Digo esto porque, sin esta aplastante omnipresencia (la que garantizaba la existencia de una sola cadena de televisión, aunque estuviese bifurcada en dos canales) resulta difícil comprender la huella que algunos hechos históricos dejaron en la mente colectiva.

Quizá, el paradigma de fenómeno mediático de aquel tiempo sea la muerte de Paquirri porque, si bien no fue transmitido en directo, sí que fue grabado con una cámara doméstica, lo cual le prestó una calidad de verdad-verdad que aún conserva hoy. El primer plano de la cara de Francisco Rivera que, inconsciente de la gravedad de su estado, le pide al cirujano que corte sin miedo, se convirtió inmediatamente en un icono y, aún hoy, estremece ver aquellas imágenes importadas directamente desde la edad de piedra de la televisión.

Isabel Pantoja y Paquirri fueron la versión celtíbera de los Kennedy. Ella, con su melena larga y sedosa y ese chic campero que aún no había descubierto los chándales combinados con zapatos de tacón. Él, vestido del empleado más guay de la gasolinera de su pueblo. Despechugado, la cadena de oro sobre la piel morena. Su pequeño (del alma). La tragedia.

El día en que, según escribió luego el bardo conquense, „ese barco velero cruzó la bahía“ marcó el destino de Pantoja y de su difunto marido. Se puede decir, a tenor de los acontecimientos posteriores que, al mismo tiempo que el torero se desangraba por la femoral en un torrente incontenible, caía también su esposa herida de muerte. Durante el multitudinario entierro, murió Maria Isabel Pantoja Martín y nació La Pantoja. Una mujer que, lo diré antes de seguir, me cae bien porque creo que es más paciente que cualquier personaje bíblico y que ha tenido que sobrevivir a todo, incluso a sí misma.

A lo largo de estas tres décadas, Isabel Pantoja ha sido una mina de oro para todo tipo de buitres. 

En diferentes fases: desde las teorías que se desataron a propósito de quién consolaría su joven viudez y que culminaron en ese apelativo de „la viuda de España“ que parecía pretender desanimar a cualquier eventual pretendiente, hasta las historias que, más tarde, se hicieron correr de manera más o menos velada a propósito de su sexualidad. Un asunto que, con justicia, no le importa más que a ella.

La relación de la propia Maribel con La Pantoja, su personaje, ha sido variable. Tras la muerte de Paquirri, Isabel Pantoja publicó un disco-manifiesto con canciones firmadas por Jose Luis Perales en el que figuran algunas de las mejores piezas de su producción (de todas maneras, como Perales es más cursi que tocar reggaeton con un violín, en ese disco también está „Mi pequeño del alma“ una de las joyas más acabadas de nuestro trash pop).

Desde entonces, a la Pantoja se le ha enamorado el alma varias veces y, aunque mucha gente lo olvide, ha continuado siendo la diosa (qué digo la diosa: La Diosa) de todos los sindicatos de taxistas. 

Como suele suceder con las grandes de verdad, como sucedía con Lola Flores, como sucedía con Rocío Jurado, como sucede con Madonna o con Tina Turner, mucha gente come de ellas sin agradecérselo como es debido. Son una marca.

La Pantoja les ha proporcionado las habichuelas a muchos, durante estos años. Desde al humilde estrato de los travestis que la imitan cada noche en infinitos bares repartidos por todo el mundo de habla hispana, hasta los periodistas que, últimamente, la linchan en los medios.
Por no mencionar el sinfín de proto-pantojas que salen de esos programas en los que la copla más casposa trata de hacer cantera. Pero Pantoja solo hay una.

Hace meses, una indocumentada que transita por los programas de la telebasura fue a un concierto de Maribel Pantoja con el ánimo confeso de ponerla verde (llovía lo más esperpéntico de su relación con Cachuli). A llegar al estudio de televisión, tuvo la desfachatez de decir:

-Fui a ver qué se cocía y, a la media hora, pensé „se me había olvidado lo bien que canta esta mujer“.

Pues eso.

2 comentarios:

Chus dijo...

Soy una maruja, lo reconozco. Estas son las entradas que me encantan!!.

Es broma, eh!!!, me ha gustado la entrada, pero sobre todo porque está genial escrita y cuenta la historia como fue y segundo porque me ha traido a la memoria recuerdos de cuando recien casados estabamos deseando que llegara el viernes, creo que era , para ver el 1 2 3 que nos encantaba.

¡Que tiempos aquellos!!!

Un beso

Paco Bernal dijo...

Hola! Es que el 1,2,3 en su momento era mucho 1,2,3 :-)