27 de Febrero.- En septiembre de 2005, con ocasión de mi trigésimo aniversario, alguien que me quiere bien me regaló mi primera cámara digital. Se trataba, lo recuerdo bien, de una Canon compacta de la serie IXUS. Me sirvió con abnegada fidelidad hasta que, un día, tuvo un desagradable encuentro con el suelo del que sus frágiles tripillas electrónicas no consiguieron recuperarse.
Hasta entonces, yo cargaba con mi Olympus compacta y con varios carretes. A este respecto, cabe recordar que la última gran expedición de lo que podríamos llamar „mi período químico“ fue precisamente mi primera estancia larga en Austria. Tiré, durante un mes, lo recuerdo bien, ciento veinte fotos aproximadamente, repartidas en dos carretes de treinta y seis y dos de veinticuatro exposiciones. Una cifra que, ahora, no me daría ni para una sesión de clics.
Es esta una de las cosas por las que más me gusta vivir en la era de la fotografía digital: el coste de hacer una foto se aproxima (algunos dirán que peligrosamente) a cero. Esto significa que puedo hacer muchas fotos „en condiciones límite“ sin que me importe demasiado que salgan mal.
Mis fotos favoritas en condiciones límite son, como ya saben mis lectores, los „robaos“ callejeros. Son unas fotos que yo hago embargado por un inocente afán coleccionista y un sano ánimo deportivo comparable al que debía de sentir el jocoso Vladimir Nabokov cuando, armado de su red, cazaba una hermosa mariposa de colores esmaltados. Colores que, por cierto, hubieran sido tan efímeros como los de cualquier hermosa flor silvestre sin los cuidados expertos del entomólogo. Para mí, cada uno de mis modelos involuntarios es único; exactamente igual que, para el abuelo Vladimir, cada ejemplar de los millones de mariposas que produce cada temporada mamá naturaleza, atesoraba una belleza rara e insustituible.
Por eso, cuando hago una fotografía a una persona desconocida, lo hago con una total falta de mala conciencia. Al fin y al cabo, tomar una foto de alguien es un proceso totalmente indoloro e inofensivo para el objeto de la curiosidad de mi lente y, como por principio, intento siempre hacer fotos que el interesado pudiera alegrarse de ver, nunca tengo la sensación de estar haciendo nada malo.
Sin embargo, la semana pasada, con ocasión de la invitación a formar parte de un grupo de Flickr que se llama „99 desconocidos“(ya se imaginarán mis lectores de qué va) varias voces se alzaron contra esta manía mía (vaya, nuestra) de tomar fotos a personas por la calle sin pedirles permiso. Les parecía una cosa de bastante mala educación (puede ser que sea verdad, no digo que no, pero he gastado varios párrafos hasta aquí para justificarme).
La verdad es que sus objeciones me hicieron perder, en cierto modo, la inocencia con la que yo dirijo mi objetivo a personas cuya cara me parece hermosa o interesante (o las dos cosas). Eso, y la comparación que hizo Pau Donés en cierta web, en el sentido de que lo que yo hago con tantísimo gusto podría ser igual de malo que choricear sin permiso, por el mero placer egoista del latrocinio, un bien cultural.
Vaya usted a saber si esta manía inofensiva que yo tengo no será algo como, mal comparado, meterse el dedo en la nariz en los semáforos o dejar escapar un gas furtivamente. Pero, por otra parte, es mi firme convicción que un fotógrafo, si quiere merecer nombre de tal, tiene la obligación moral de que lo que hace no se limite a la mera perfección técnica sino que debe dejar testimonio (desde su punto de vista, y siempre con las cautelas éticas necesarias) de la realidad que le rodea. Y, la mayoría de las veces, la realidad es tan rápida que a uno no le da tiempo (ni le entran ganas, las cosas como son) de pedirle permiso para fotografiarla.
(Aunque quizá, el motivo último de esta parrafada, sea que hay muy poca gente que salga bien cuando posa: por lo general, salen unas fotos la mar de co*azo).
1 comentario:
Pues yo solo salgo bien, y no siempre, cuando poso porque me tengo que preparar. Que si me pongo derecha, que si meto la tripa, que si el flequillo en su sitio, etc.....
Robar fotos, está mal y mucho peor publicarlas en la red, que hasta puede ser un delito, pero reconozco que hay veces que no hay mas remedio que hacerlo, yo alguna vez lo he hecho y quien se resiste a una cara preciosa o a un "culo" super hermoso. El hermoso en este no es un término de belleza sino de volumen.
Un abrazo
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