4 de Junio.- Como muchos hombres que, a lo largo de la historia, han detentado y detentan el poder absoluto, Adolf Hitler era un hipocondríaco. En otras personas, como por ejemplo el dictador Muhammar El Gadaffi, la hipocondria se manifiesta en un deseo compulsivo de ser reconocido por los mejores especialistas. Sin embargo, al dictador alemán de origen austriaco le dio por rechazar los caminos de la medicina tradicional y rodearse de una corte de charlatanes que terminaron minando su salud y convirtiéndole en el triste guiñapo, adicto a las drogas más diversas, que terminó siendo en sus últimos días.
De entre todos los personajes de dudosa reputación que, a lo largo de los años, trataron a Hitler, el que tuvo una relación médica más contínua con él fue el Dr. Morell.
Hitler y Morell se encontraron por primera vez en Diciembre de 1936. En aquel momento, Morell pasaba consulta en un lujoso piso de la no menos lujosa avenida berlinesa de Kürfursterdamm. Entre su clientela figuraban personalidades del periodo de entreguerras como Marika Rökk o Richard Tauber. La reputación que le habían granjeado entre sus pacientes sus heterodoxos métodos, más basados en una audaz ignorancia que en un conocimiento exacto de su ciencia, no se extendia a sus colegas que le tenían por negligente y poco amante de la limpieza. La misma Eva Braun que, por razones obvias, tuvo mucho más contacto con Morell del que a ella le hubiera gustado, describió al médico chiflado como “asqueroso” y su consulta como “una pocilga”.
Hitler acudió a Morell en aquella primera ocasión por un eccema que le impedía utilizar las botas militares que, como su bigote, eran ingrediente imprescindible de su imagen pública. Morell interpretó la presencia del eccema como el vestigio de un problema intestinal (debido a sus exóticos hábitos alimenticios, Hitler sufría de problemas digestivos crónicos) y le recetó un preparado a base de bacterias de la familia de la Escherichia Coli para “regular la flora intestinal”. Después de este diagnóstico, que es seguro que Morell regó con abundante terminología abstrusa al objeto de impresionar a su nuevo cliente, Hitler le confesó al galeno que sufría de un problema no menos incómodo que el eccema y mucho menos presentable en sociedad: aerofagia.
Morell no se dejó impresionar y le recetó al Führer de los alemanes unas pastillas que obraron milagrosamente en el tracto digestivo del dictador. El problema es que contenían no solo Atropina (una sustancia peligrosísima que ataca directamente al sistema nervioso vegetativo) sino también estricnina, un potentísimo veneno.
Hitler tomó las pastillas durante el resto de su vida y no se sabe bien qué consecuencias tuvieron para su salud. Lo que es seguro es que es poco probable que su hígado quedase incólume. En cualquier caso, como queda dicho, la poco ortodoxa terapia de Morell hizo milagros en el maltrecho sistema digestivo de Hitler. Desapareció el eccema y el Führer pudo ir al baño con una consoladora regularidad. Morell fue instantáneamente propulsado al rango de Médico Personal del dictador (sobre todo en prevención de recaídas) y los tés y las dietas que los doctores normales le habían prescrito instantáneamente cancelados. Morell permanecería en este rango hasta los días del bunker y su poderoso jefe siempre interpretó las objeciones de los médicos ortodoxos contra los dudosos métodos de Morell como fruto de la envidia podrida. El ataque más duro se produjo en 1944 pero Morell, como de costumbre, salió victorioso y sus enemigos cayeron en desgracia.
1 comentario:
No te acostarás sin saber una cosa más.
Curioso lo que cuentas. Osea que además de ser todo lo que era, hablando en plata, era un pedorro, jejejje.
Un abrazo
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