2 de Junio.- Doña Guiomar de Ulloa fue una dama de la nobleza de Ávla de los tiempos del emperador Carlos. Viuda, sin hijos, parece ser que no tuvo otros pasatiempos que los de una religiosidad inquieta e inconformista.
Siempre a medio camino entre la ortodoxia y la herejía, Doña Guiomar fue entusiasta amiga y rendida admiradora de Santa Teresa de Jesús. Cuenta la historia asimismo que, siguiendo el instinto reformador de la de Cepeda (que también tuvo sus más y sus menos con el Santo Oficio) consumió gran parte de su fortuna en la fundación de los “palomarcicos” que constituyeron el núcleo de la novedosa reforma carmelita que emprendió la Madre Fundadora.
Doña Guiomar asoma, si bien de una manera muy lateral, en el libro que estoy leyendo ahora. Encontrármela, ha sido como ver a una luz nueva un asunto que pensamos conocer.
El libro del que hablo es El Hereje, de Miguel Delibes. Un volumen recio, compacto, que se lee con gusto y aún con sorpresa cuando uno se entera de que es obra de un octogenario.
Lo compré en España, en una coqueta librería de viejo de la calle Argumosa, a pocos pasos del Centro de Arte Reina Sofía y empecé a leerlo en el tren, de camino a casa de mis padres, después de dejar a mi primo N. Y a su santa, con los que había estado dando una vuelta.
El Hereje cuenta la historia de Cipriano Salcedo, un rico hidalgo vallisoletano coetáneo de Doña Guiomar de Ulloa, el cual, llevado a medias por la insatisfacción vital y a medias por un concepto demasiado escrupuloso de la humildad, traba contacto con una célula del raquítico protestantismo español de la época. Delibes se sirve de él para trazar un dibujo ajustado, de hondas implicaciones morales, sobre un momento decisivo de la historia de España cuyas consecuencias, si bien algo atenuadas, llegan a la época actual.
Con la eclosión en Europa del protestantismo, se nicia en la península una reacción de aislamiento cultural que implica que, con vistas al mantenimiento de la ortodoxia católica, España quede descolgada de los vientos nuevos que la imprenta ha hecho correr por el continente.
Se prohibe la importación de libros y los viajes de los científicos y clérigos al extranjero, y se establece una férrea censura eclesiástica cuya consecuencia más directa es que, en España, hasta hoy, el pensamiento especulativo y la investigación sigan siendo bultos sospechosos. Sin saberlo, los Inquisidores, al criminalizar la lectura, pusieron las bases para el nefasto reinado de Belén Esteban.
Delibes no idealiza, sin embargo, a los protestantes; los pinta igual de menesterosos y miedicas que a los católicos; si acaso, los hace sentirse orgullosos (por lo menos) de ser conscientes de que España se estaba tirando en marcha del tren de la Historia.
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