(Diario de unas vacaciones en Francia)
PARÍS. En el metro de París me doy cuenta de por qué la ciudad ofrece siempre esa impresión de elegancia. No es sólo por la indudable distinción de los parisinos que pueblan las zonas céntricas ( esos hombres con narices finas de tiburón de las finanzas o esas quebradizas gacelas obtenidas a base de cruces de sangre criolla) sino porque, en París, incluso en verano, hay una proporción muy grande de personas que viste de negro o, mo máximo, de gris marengo.
ST-JEAN-LE-LEVET. Se trata de un chateau casi de juguete. Dos torrecillas diminutas, una galería, unas dependencias que forman una L. Nos las enseña uno de esos chicos con los que Francia puebla sus películas desde que la Nouvelle Vague le enseñó al mundo que mostrar la realidad es trocearla con elegancia.
Nariz inquisitiva, con el caballete ligeramente aguileño, ojos azules, un tono de voz entre la modestia y la conciencia exacta del propio gancho, una manera de sonreir y levantar la ceja derecha –solo la ceja derecha- que seguramente le han reportado no pocos éxitos en las discotecas provinciales de la muy cercana Lisieux.
El chateau es, en reaidad, poco más que el encantador envoltorio exterior. Dentro, cuatro cachivaches cuyas carencias comenta nuestro guía con el estilo seductor y achampanado que le es característico.
-Originalmente, esta mesa, diseñada para jugar al tric-trac, tenía cuatro tiradores de bronce. Uno se ha perdido –sonríe y levanta la ceja derecha; se encoge de hombros y señala un agujero en la madera que denuncia los estragos que la Historia puede hacer en un mueble estilo Luis XV.
LA DIETA FRANCESA. La dieta francesa parece diseñada por un nutricionista psicópata para mandar a los galos al camposanto a velocidad de crucero. Grasas animales a cascoporro, alcoholes de alta graduación, harinas refinadas. En vez de las frutas que en el Mediterráneo sirven de postre, una tabla de quesos. Para qué seguir.
Y, sin embargo, no se ve a gente gorda por la calle. Nada de esos pobres críos sin cuello que en Austria produce la comida de los supermercados baratos.
Así que, una de dos, o la dieta francesa es una trola del tamaño de la catedral de Notre Dame o los franceses (y, sobre todo, las francesas) comen como pájaros.
Me inclino por lo segundo. Durante estos días he elaborado una teoría que creo que explica bien la propensión de Francia a lo que podríamos llamar “El refinamiento sociológico”. Tú verás: no les queda otra. Los franceses son tan sumamente tacaños –tengo pruebas: por razones laborales trabajo codo a codo con ellos- que los comerciantes de todas las ramas tienen que elaborar sofisticadísimas y atractivas trampas para que los consumidores pasen por el aro de rascarse el bolsillo. La francesa es una sociedad que mira el euro con lupa y solo lo invierte en aquellos bienes que le dan prestigio de cara a los demás. Francia es por eso una sociedad de apariencias. Los pobres quieren aparentar ser de clase media, la clase media se quiere parecer a los ricos y los ricos, desde que Francia ya no sabe lo que es, han perdido el norte totalmente.
Esta competición constante por ser más finústico que el vecino, en épocas en las que el sistema educativo funciona bien produce cosas como el milagro que fue la cultura francesa de la posguerra mundial. Cuando la cosa va mal, la espantosa cursilería actual, capitaneada por Claudia Bruni: esa mujer que ya nunca podrá volver a cerrar la boca con normalidad.
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