Escuela de calor

Niños en la playa (Archivo Viena Directo)

25 de Agosto.- Anoche, cuando terminé de dar mi clase de los miércoles no me vi con fuerzas para coger ningún medio de transporte para llegar a casa, y decidí dar un paseo nocturno a ver si había manera de refrescarse un poco (no la hubo, aunque era previsible).

En la Europaplatz, cerca de la estación del oeste, los indigentes disfrutaban de la tibieza de la noche bebiendo lentamentelatas de Ottakringer; como quien cumple un deber trabajoso pero necesario.
Algunos, ya borrachos, dormían bajo las estrellas, acunados suavemente por los casi treinta grados de temperatura que impedían al resto de los ciudadanos vieneses conciliar el sueño. De vez en cuando, pasaban a mi lado ciclistas, chicas con vaporosos vestidos de algodón, que intentaban airearse un poco a base de velocidad, y grupos más o menos risueños de turistas, con esa desenvoltura especial que dan las noches de verano, en las que parece que todos somos más amigos los unos de los otros.
Mientras pasaba por las tiendas a oscuras de la Mariahilferstrasse, recordaba yo veranos de mi infancia; el calor desértico de Madrid, el sol blanco intentando aplastar las encinas de la dehesa, el clorado salvaje de las piscinas.
Pensaba yo en el misterio insondable que somos, hasta para nosotros mismos.
¿Por qué, en un momento dado, creo que fue a los diez o los doce, me dejaron de gustar las piscinas?
Hasta aquel momento y, supongo que, como todos los niños, yo sólo salía del agua si había una causa de fuerza mayor.
Para comer y la digestión subsiguiente (las famosas dos horas durante las que te pasabas preguntando cada diez minutos si podías bañarte ya). Recuerdo, como si se tratase de un sueño, la sensación de meter la cabeza debajo de aquel universo verdoso poblado de los ruidos en sordina de los otros bañistas (¿Cuántos? ¿Cien en una piscina?) las risas ahogadas por la pantalla fría del agua, aquellas piernas que se movían bajo la superficie, ya algo turbia por la crema solar, con movimientos sincopados, la falsa ingravidez de la gente. El calor de naturaleza inconfesable de la cubeta en la que los niños más pequeños se remojaban bajo la atenta mirada de las madres.
Más tarde, la gélida y deshabitada paz de la piscina olímpica, en la que solo nos adentrábamos aquellos que sabíamos nadar (aunque fuera mal, como yo).
La virginidad inmaculada y esmeralda de aquel cesped matinal que tomábamos yo y mis amigos, cuando conseguíamos llegar justo a la hora en que abrían la piscina (a las once) para coger sitio cerca de los merenderos, bajo un pino que debe de seguir allí sino lo ha derribado la vesania de alguna decisión municipal.
Sin embargo, al principio de mi adolescencia, empecé a odiar el agua fría con todas mis fuerzas y aún hoy, sólo me baño con gusto en las piscinas termales, en donde la temperatura no representa violencia y el fondo es bien visible.
Durante aquellos días de mi primera juventud, forzado por la presión del grupo, yo hacía de tripas corazón y accedía a meterme en el agua para cubrir el expediente o para matar el espeso aburrimiento que me producían aquellas jornadas en los que todos los libros parecían demasiado cortos y todos los recintos vallados demasiado explorables.
Al llegar a la esquina de la Neubaugasse, el autobús 13, que pasa a pocas manzanas de mi casa, estaba a punto de llegar. Esperé los dos minutos que marcaba el indicador y me subí al vehículo, en cuyo interior reinaba una termperatura digna de cualquier sauna finlandesa. Dejé la mochila en el asiento de al lado, me limpié como pude el sudor. Un turco, también moribundo por la canícula me miró y, solidario, resopló también.
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