Londres, Madrid, Viena

Las calles de Londres se han transformado en un desfile veraniego del krampus (Archivo VD)


11 de Agosto.-  Esta noche ha sido tranquila en Londres. Tras cuatro días seguidos de algaradas, cientos de miles de euros en daños, heridos y muertos, la fuerte presencia policial ha conseguido pacificar un poco la capital del Reino Unido.
 El fenómeno, como es natural, ha sido seguido con profusión por los medios informativos mundiales y, hasta donde a mí se me alcanza, este seguimiento ha demostrado una verdad que a mí me parece indiscutible:cualquier acontecimiento internacional se lee siempre en clave local.

 Así, los medios de Madrid (sobre todo, como es lógico, aquellos de línea editorial más hacia la izquierda) han visto el ahínco con que los londinenses se han entregado a convertir su ciudad en un remedo de Mad Max no diría yo que con simpatía, pero sí con unas grandes dosis de indulgencia.
Se ha puesto muchísimo énfasis en la circunstancia de que los peores disturbios se han producido en aquellas partes más pobres de la capital inglesa, y que han sido protagonizados principalmente por gente a la que las políticas neoliberales del gobierno británico lleva diez o quince años condenando a la sordidez de un futuro sin perspectivas de cambio.
 Ha habido muchas crónicas en las que, espontáneamente, ha surgido el paralelismo entre la “indignación” madrileña y las algaradas de Londres; para muchos periodistas y opinadores españoles, lo sucedido en Londres ha sido como si a los “indignados” de la Puerta del Sol se les hubiera ido un pelín la mano. O sea, cosas que se hacen en el fragor de la batalla y de las que luego uno, como en el fondo es buen chico, se arrepiente. Ha habido más o menos unanimidad en teñir de encolerizada progresía la destrucción de bienes públicos y privados; e incluso se ha llegado a hablar de “revolución” (en el sentido más marxista del término) para calificar la enconada actitud de los británicos.
 En los medios de comunicación austriacos el análisis ha sido muchísimo más complejo y detallado (y bastante menos miope, me atrevería a afirmar). Incluso en los periódicos más a la izquierda (Der Standard) se ha despojado a las batallas campales de Londres de todo matiz ideológico definido y se ha puesto el acento, sobre todo, en un hecho que a mí me parece acertadísimo: los disturbios londinenses (y, sobre todo, la manera en que se han desarrollado) implican, principalmente, dos cosas: de un lado, la falta de vías que el sistema da a una parte cada vez más amplia de la sociedad para elevar sus problemas a determinados foros; por otro lado, una quiebra total del sentimiento de “pertenencia” al corpus social.
 Es el único punto este en el que los medios españoles tienen razón. Con sus acciones, los encapuchados londinenses también están gritando “No nos representan”. O, lo que es lo mismo: nosotros no somos parte integrante de esta sociedad, por lo cual sus normas no rigen para nosotros. Por otra parte, resulta a estas alturas una obviedad decir que la violencia no se dirige contra la clase política (que sigue, intocable, en su torre de marfil, dirigiendo a la policía) sino contra el vecino al que se siente como ajeno, como una “otreidad” que puede permitirse tener un negocio que yo no puedo permitirme.
 En las informaciones de los medios austriacos a propósito de las revueltas londinenses flota también una verdad implícita: los mismos que, en Inglaterra saquean las tiendas y queman los locales comerciales, estarían en Austria destinados a ser votantes o simpatizantes de las opciones políticas más radicales de la derecha, que nutre sus alas más duras, por arriba, en las sociedades ultraconservadoras y los Burschenschafter pero que, por abajo, no duda en pescar en los caladeros del hooliganismo futbolístico y en los barrios en cuya puerta Dante hubiera puesto lo que a la puerta de su infierno: Lasciati ogni speranza (abandonad toda esperanza).

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