Es cierto que el día está plomizo y no ayuda nada al paseo. Nubes panzudas tapizan un cielo por el que, de vez en cuando, consigue colarse un sol blanco que hace un poco de daño a los ojos.
Nuestra primera parada es Tuln. Una pequeña ciudad ordenadísima y límpia, pero también desierta. Pasamos delante de un edificio muy modesto en cuyo dintel puede leerse Rathaus (Ayuntamiento), en grandes letras mayúsculas. Cerca, está la iglesia. Por debajo del revoque decimonónico, con su habitual color amarillo, se adivina la robusta armazón románica. Como la puerta está cerrada y no trasciende ningún sonido del exterior, intentamos pasar. Al abrir la puerta, llegan los sonidos de una liturgia celebrada en una lengua extraña. Durante un momento, vencido por la extrañeza del idioma, me quedo parado en la puerta. Sólo las miradas sorprendidas de los fieles hacen que me decida a entrar. El sacerdote, de hecho, está parado muy cerca de mí, acompañado por tres o cuatro monaguillos (uno de los cuales es una niña rubia). Están celebrando una misa, pero no sé en qué idioma es. Pregunto. M. Tampoco lo sabe. Cuando mis ojos se acostumbran a la penumbra interior, distingo un suntuoso retablo barroco, y un gran número de personas silenciosas que escuchan las palabras del sacerdote con aire un tanto contrito. M. y yo nos colocamos en las últimas filas de bancos, solitarias, y escuchamos durante un rato las palabras del sacerdote. Todos los fieles están de pie. El cura se aproxima a la cabecera del altar y se sienta en un sitial. Una mujer empieza a leer, deduzco que el evangelio. Todos se sientan. Señal que aprovechamos para irnos.Conducimos hasta el pueblo siguiente. En la distancia, un par de grandes chimeneas pintadas de rojo y blanco, esbeltas, como índices que apuntan hacia el cielo que no termina de clarear, anuncian la presencia de la central nuclear de Zwentendorf. La mera presencia de ese conjunto de aburridas edificaciones de hormigón me reconcilia con la naturaleza humana de los austríacos. En todas partes cuecen habas: también el gobierno austríaco ha hecho tonterías a lo largo de su historia. Una de ellas es esta central nuclear construida en los años ochenta y que, a Dios gracias, aún está sin estrenar. Las protestas populares le costaron el puesto al Bundeskanzler que impulsó su construcción y, poco después, la energía nuclera fue prohibida en el territorio austríaco. Bajamos del coche y caminamos un rato por los contornos del edificio, cercado por una alambrada. Un tanto incongruente, a unos cuantos metros, se alza un restaurante de oscuras hechuras alpinas. Cerrado. Me acerco a mirar el interior. Bancos de madera apilados, y un cartelón escrito en toscas letras: Wir sind geschlossen...etcétera. El ruido del agua del Danubio al correr es ahogado por el sonido del viento. Hace frío. No apetece pasear. En las cercanías no hay ninguna presencia humana. En apariencia, el lugar está desierto. Si uno se acerca a la orilla del río, se pueden ver los grandes desagües del sistema de refrigeración de la central, taponados por la suciedad y las malas hierbas. A lo lejos, una compacta arboleda que no ha terminado de librarse del invierno.
La penúltima parada es una abadía benedictina encaramada en un monte que vigila la ciudad de Kremms. Cuando llegamos, un grupo de mujeres mayores sale del restaurante. El edificio es impresionante y ha sido reciclado en una especie de complejo hotelero-espiritual. En la tienda de souvenirs suenan grandes éxitos de ABBA en versión instrumental. Penetramos en el complejo por un pasillo que alberga una exposición un tanto descuidada llena de maniquíes de mirada perdida y polvorienta barba postiza. La iglesia barroca y solitaria, pintada de rosa, domina la explanada limitada por edificios de irregular factura y antigüedad. Al fondo, sobre unos arcos art nouveau, puede leerse una cifra: 1911. Unos indicadores nos llevan a una casa utilizada para hacer ejercicios espirituales. Atraídos por el murmullo de unas voces entramos a curiosear.
Un monje sale de una sala y nos mira con cierta suspicacia. Cierra la puerta tras de sí y luego pregunta sonriente:
-Sind sie gäste? -¿Son invitados?
El hombre tiene unos cuarenta y cinco años, rebosa salud, y aprienta contra él un libro encuadernado en cuero negro. Para salir del paso, M. le cuenta que soy español y que estoy fascinado por el esplendor de la abadía. El monje no se deja convencer. Después de darme las buenas tardes en un español correcto, me ilustra en alemán sobre los monasterios españoles y se declara fascinado por El Escorial.
-De hecho- me dice- este es El Escorial de Austria...
-Creí que era Closter Neuburg –le digo yo.
Entonces él termina de echar la cerradura a la última puerta y me desea buena suerte en Austria.
Visitamos la iglesia en la que sólo reza una mujer de mediana edad vestida de rojo. Es una iglesia barroca, dorada y sonriente, a la que las idas y venidas del sol prestan un aire dubitativo. Reina un silencio doméstico y lujoso. Las capillas están cortejadas por angelotes de caras ortopédicas. Algunos tienen la pintura picada. De alguna puerta oculta, sale un hombre jorobado, vestido con jersey gris que ya no se acuerda de su edad. El hombre atraviesa la iglesia colocando esto, destorciendo aquello, mirando a los escasos visitantes con quién sabe qué oculta prevención. A los lados del altar, dos escaleras conducen a una oscura capilla subterránea en donde reposan los restos del fundador de la abadía: San Altman, padre de los pobres, según reza la solemne inscripción de su lápida. El santo mira en efigie desde una estatua tosca en la que sujeta un libro y un par de pescados detenidos en el boquear frenético del bicho que lucha por su vida.
Camino del aparcamiento, en la tienda, sigue sonando música de ABBA.
Grandes éxitos.
1 comentario:
¡Qué magnífica descripción de tu excursión! Ha sido como estar allí viéndolo todo con tus ojos. Excelente escritura la tuya, sí señor.
Un besete
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