Necesario para entender el presente
12 de Marzo.- La estación de Atocha, en Madrid, es un espacio que está profundamente incardinado en mi memoria sentimental. No es extraño, porque en sus jardines viví mis primeros amores y sus salas fueron el escenario de innumerables citas amistosas. Por eso, aquella mañana del 2004, jueves, me sentí como si unos ladrones hubieran entrado en mi casa y destruido lo más íntimo. Como si alguien hubiera pisoteado mis recuerdos más amados y encenagado el habitáculo más personal de mi memoria.
Recuerdo que mi madre me despertó temprano y me preguntó si tenía que ir a Madrid aquel día. Curiosamente, había anulado una cita en la ciudad de la imagen el día anterior, con lo cual tenía todo el día libre. Después me dijo que había habido varias bombas en Atocha y que había diecisiete muertos. Me levanté inmediatamente, y me puse delante del televisor. Desayuné dos horas después. Por las imágenes que emitía Televisión Española ya era más que evidente la magnitud de la tragedia. Las cifras de muertos y heridos empezaron una escalada terriblemente asombrosa. Empecé a llamar por teléfono a todos mis amigos para confirmar que estaban bien. A. y N. residentes en Azuqueca de Henares, tenían que pasar necesariamente por la estación para ir a sus trabajos. M., de Móstoles, pasó diez minutos antes de que estallaran las bombas, cogió el metro como todas las mañanas y se dirigió a la calle Herrera Oria, en donde trabajaba. O. tuvo menos suerte: las bombas le pillaron dentro de la estación de Atocha, en el andén 2. Sobrevivió. Pero no pudieron encontrar a uno de sus compañeros de trabajo que pereció en el atentado. Fue al último al que localicé.
Las bombas llegaban en la última fase de una campaña electoral que había sido lo que Jose María Aznar López, el presidente saliente, había querido: un paseo triunfal para el Partido Popular. Los meses anteriores habían sido la escenificación de la suprema vanidad de este hombre lleno de complejos, que había terminado por creerse lo que el aparato propagandístico de su partido decía de él. Recuerdo la entrevista a un medio americano, en la que se comparaba con Carlos V, retirado a Yuste en el cénit de su gloria. Recuerdo los dimes y diretes de la sucesión y el famoso cuaderno azul. Jose María Aznar López, resucitó en su segunda legislatura todo lo que el franquismo tuvo de política doméstica, de conciliábulo de mesa camilla en la que lo importante es que cuadren las cifras de los garbanzos. Casó a su hija en el Escorial –lugar de mucho predicamento entre los del Imperio hacia Dios- y se preparó una jubilación dorada con los contactos que había cosechado.
Como paso previo, Jose María Aznar López anunció un día que Mariano Rajoy era su hijo predilecto, aquel en el que depositaba todas sus complacencias, y la maquinaria empezó a funcionar para garantizarle al electo un tránsito tranquilo a la Moncloa. No tuvieron que esforzarse mucho: frente a él estaba Jose Luis Rodríguez Zapatero, un político de no muchas luces y un perfil bastante bajo que había llegado a la jefatura del PSOE ante el abandono de los candidatos de más peso (los famosos barones del partido).
Y entonces llegaron las bombas y se paró el reloj de España.
Inmediatamente después del estupor, llegó el cálculo. El PP inmediatamente se dio cuenta de que, si se demostraba que Al Qaeda estaba detrás del atentado, iba a perder las elecciones, e hizo todo lo posible por intentar detener el desastre. Ya desde el principio digo que el gobierno nos mintió. Y nos mintió conscientemente. Y lo digo sin negar la famosa teoría de la conspiración (de la que quizá hable luego). Pero el gobierno conoció unos datos –poco importa que fueran ciertos o no- y, conscientemente, decidió que los españoles no tenían que conocerlos. Con ocasión del primer aniversario de la catástrofe, tuve ocasión de ver un reportaje elaborado por una productora americana (imparcial hasta donde se puede serlo) en el que se cotejaban, rigurosamente cronometrados, los datos de la investigación con las declaraciones que realizaron los dirigentes del PP en aquellos momentos terribles. Y el resultado era escalofriante. Cuando hacía más de un día que la policía había abandonado la pista de ETA (si es que existió alguna vez), Acebes seguía diciendo que podría ser que hubiera sido ETA. De cualquier manera, no hacía falta ser un genio, sólo estar un poco atento a las pequeñas sutilezas del idioma, para darse cuenta de la estrategia de quienes nos gobernaban (humanos, demasiado humanos, sujetos a pasiones).
La misma mañana de los atentados, Jose María Aznar López decidió dar la cara después de que varios de sus colaboradores ya la hubieran dado. Fue, si no recuerdo mal, a las doce del mediodía, en una rueda de prensa. Entró en la sala con Ana Botella, su mujer (cuya presencia en aquel escenario remitía a todas las mujeres del César que son el ABC de los manuales de asesoría de imágen). Avanzó hacia el estrado y, de pie, dio su visión personal de lo sucedido (que, en aquellos momentos, era la oficial). Y a mí me llamó la atención que no mencionó, en ningún momento, a ETA como autores del atentado. Entonces me volví y le dije a mi madre:
-Han sido los del turbante.
Si el gobierno hubiera tenido la más mínima esperanza de que hubiera sido ETA, lo hubiera dicho, porque era su más seguro activo electoral. Y sin embargo, Jose María Aznar López sólo habló de unos terroristas abstractos.
Los del equipo de enfrente decidieron entonces que había que aprovechar aquella oportunidad de inclinar a su favor el juicio de la historia y se encargaron de elaborar una imagen de Jose Luis Rodríguez Zapatero como garante de la verdad. Uno de los pasatiempos favoritos de los españoles es pensar que el poder les miente, que están goberndados por una pandilla de incompetentes. Los aparatos de propaganda del Partido Socialista no hicieron más que aprovechar lo que el PP aprovechó el sábado: una tendencia que está poderosamente enraizada en la forma de ser española y que se ilustra en la siguiente anécdota. Cuando Cánovas organizó la restauración de la monarquía borbónica en la persona de Alfonso XII, se organizó un desfile en el que el Rey entró a caballo en la capital. El hombre, joven y hermoso, caminó entre las turbas recibiendo el homenaje de sus súbditos hasta que, al pasar por la calle Alcalá, le llamó la atención un hombre que, subido a un farol se desgañitaba en vítores a su persona. Se acercó a él y le dijo:
-Hombre, como gritas. Muchas gracias.
Y entonces el hombre, dijo:
-Esto no es nada, Majestad, debería usted haber visto cómo gritábamos cuando echamos a la puta de su madre.

1 comentario:

Marujita Robinson dijo...

Qué decri, sino que ha sido post muy bueno. Me ha encantado. Por cierto, yo para unas cosas seré muy ignorante, pero esa mañana me dije: esto no puede ser cosa de ETA.