Be our guest
(Visitando una casa austriaca)

16 de Abril.- Como lo prometido es deuda, trataré hoy por fin el vertiginoso tema “Visitando una casa austríaca” (por favor, que mis lectores austríacos no se enfaden que, lo que viene a continuación, está escrito sin acritú, como dijo aquel).
Ejem, ejem.
En primer lugar, habría que decir que los austríacos tienen un lado hobbit que se manifiesta, básicamente, cuando te invitan a su casa. Un lado hobbit para lo bueno, pero también para lo malo. El lado bueno es que los austríacos son un pueblo generosísimo, que lo da todo cuando tiene a alguien en casa. El lado malo es que cuando te invitan a una vivienda, con más probabilidad que menos, suele manifestarse un lado quiero y no puedo que es lo que menos me gusta de este bello país que me acoge.
En la civilización austríaca la invitación suele representar un hito importante dentro de la amistad de dos personas que se quieren bien. Y además, se suele escenificar como todo un encuentro en la cumbre en el que el anfitrión está obligado a darlo todo por la causa (más le vale, por otra parte) porque se verá sometido a un cuidadoso examen por parte de su(s) invitado(s). El anfitrión pues, queda en una posición de lo más vulnerable con relación a su invitado, que pasará el dedo disimuladamente por todas las superficies susceptibles de acumular polvo y evaluará, como si se tratase del cliente de un hotel de cinco estrellas, la calidad de la comida, de la bebida y de la conversación. Así las cosas, hasta el anfitrión más bragado termina, más tarde o más temprano, por perder la poca espontaneidad que pueda quedarle ante el exámen. Aunque ante esta situación de tensión, las reacciones varían según las personas. También hay anfitriones que, como el toro, se crecen ante el castigo.
A los españoles, que estamos acostumbrados en general a que las relaciones sociales se desarrollen en un entorno más decontracté, esta situación nos parece surrealista en muchas ocasiones, y tendemos a no tomárnosla en serio. Craso error. Una equivocación en este terreno, sobre todo al principio, puede ser desastrosa para tu porvenir social.
He aquí algunos ejemplos sacados de la vida real:
-Anfitriones que me han mencionado lo caros que les han costado los platos de porcelana –en euros- (detalle que a un español normal, sobre todo en determinados grados de amistad, se la sopla, y corríjanme mis lectores si me equivoco).
-Anfitriones que han alardeado del rancio abolengo del mantel.
-Invitado a una fiesta que ha empalidecido al detectar que los tenedores no correspondían con el plato que se estaba sirviendo.
-Anfitrión que me ha reconvenidor severamente por no haber cogido la copa de vino por el lado correcto.
Und so weiter, que diría el castizo.
También podría decirse que los españoles somos criaturas de bar, y un fracaso en un bar es menos fracaso. Pero los austríacos te abren su vivienda (que es su castillo) y que te pongan la cara colorada en tu propia casa, pues no es plato de buen gusto para nadie. Sobre todo en un país, como lo es este, en el que las buenas maneras son un must.
Aquí abro una nota más: resulta de buen tono que el invitado, asimismo, alabe el servicio del anfitrión, y que, por ejemplo, si hay algún objeto de plata en la mesa, lo coja, y con aire de anticuario experto en detectar falsificaciones, busque el sello que da la ley de la plata; si el anfitrión, algo avergonzado, admite que el trasto es de vulgar peltre, o siemplemente está plateado, el invitado deberá hacerse lenguas de lo bien que da el pego el cachivache en cuestión, y preguntar dónde lo ha conseguido, y, sobre todo, cuánto –en euros- le ha costado al anfitrión la operación de ascender al objeto en cuestión desde el limbo de los objetos sin glamour, al cielo de los trastos plateados.
Y se preguntará el lector, ¿Y es que el tiranuelo en el que se convierte el invitado no tiene obligaciones?
Por supuesto que las tiene. Y también corre peligros que paso a enumerar.
En primer lugar, deberá presentarse a la cita con algo entre las manos, que actúa de peaje, presea, o precio de los deleites que está obligado a pensar que le ofrecerá la invitación. No importa que sea una tontería comprada en los chinos (aquí no hay, así que en los turcos) pero deberá compensar de alguna manera al anfitrión por todas las molestias que se ha tomado (sobre todo, cuando la ocasión es especial). Aclarar que esto es igual si te invitan a una petición de mano o a tomarte un café. Así pues, aquellos que, como el que esto escribe, se bloquean ante la necesidad de elegir un regalo, abstenerse.
A mí, personalmente, lo que más nervioso me pone es que, aunque fuera, en la calle, en la rue, auf die strasse, tengas la relación más cordial con determinada persona (o sea, y verbigracia, que haya habido noches de francachela en que la hayas recogido del suelo borracha hasta la inconsciencia) es entrar en su casa, y se transforma en un maitre de restaurant (no encuentro el acento circunflejo en el teclado de este ordenador, pero bueno). Personas de esas ha habido que me han sentado en su sofá y que, ante mi ademán de echarles una mano en alguna operación peligrosa de transporte de platos, me han echado una mirada que hubiese hecho caducar un yogur de Danone.
Quisiera terminar aclarando, en nombre de la justicia, que los austríacos no se sienten nada incómodos por este estado de cosas, y que hacen lo posible por perpetuar el protocolo (un tanto decimonónico) de la visita, como una de sus señas de identidad nacionales. También decir que, a pesar de todo, no hay anfitriones que puedan compararse con los austríacos en finura, elegancia, y gracia y que, quizá, todo lo que he escrito antes, no era más que una cosa: envidia cochina.

1 comentario:

Anónimo dijo...

O_o Esto... me parece que, de pisar tierras austríacas y pasar una temporadita larga en ellas, mi vida social sería nula. A mí se me da muy mal esto de la finura, el protocolo y las buenas maneras. Educación, sí. Buenos modales, of course. Pero lo que has descrito en tu post me inocomoda con tan sólo leerlo. Estaría todo el tiempo tan pendiente de no meter la pata que: a) la metería hasta el fondo y b) no disfrutaría de la velada. Porque, según lo que has dicho, mis modales, comparados con los de los austríacos, son de personaje de "El libro de la selva". Ya veo al rubito molón mirándome con cara de perplejidad, tal cual se le hubiera personificado el eslabón perdido… Glups.