
UN VIAJE A ITACA (3a Parte)
17 de Abril.- PASARON ALGUNOS DÍAS SIN QUE LA DESAPARICIÓN del sacerdote marchoso diera muestras de ir a aclararse espontáneamente.
Tampoco había muchos hilos de los que tirar, esa era la verdad.
Los siete enanitos llevaban una vida monacal absolutamente intachable, y ni siquiera un vistazo rápido al ordenador que compartían (un trasto jurásico con la memoria justa para cargar una cuenta gratuita de correo electrónico) arrojó resultados útiles. El historial del explorador de internet llevaba la cuenta de un rosario de visitas a los confidenciales digitales más conservadores, así como a páginas vinculadas a organizaciones antiabortistas y profoamilia. Tampoco faltaban webs relacionadas con la Santa Sede, cuyas ofertas espirituales el detective conocía bien y no había terminado de desestimar.
Todas estas averiguaciones no consiguieron que dejase de chocarle la extraña insistencia de unos seres célibes, sujetos a un modelo de convivencia tan atípico, en reivindicar las estructuras de la sagrada familia del pajarito. Pero al mismo tiempo, se decía que cosas más raras se habían visto en el mundo y que aquellos pobres hombres, lanzando plegarias al mar desconocido de la eternidad, tampoco hacían mayor daño. Entre todos los pasatiempos posibles, rezar era uno de los más inocuos que se le ocurrían, aunque no hubiera que desestimar nunca la fuerza prodigiosa de la mente.
Incluso, en momentos de desesperación, paladeó la idea de dejarlo todo y unirse a aquella extraña tribu de criaturas orantes. Y si no lo hizo, fue porque no se sentía con fuerzas para guardar una castidad que le hubiera alejado demasiado de lo que él consideraba uno de los mayores placeres de la vida.
Sin embargo, se acostumbró a visitarles un día sí y otro no, y a compartir con ellos unas cenas no mucho mejores que las de un comedor de la beneficencia.
De primero, sopa de fideos.
De segundo, filete de pollo.
Una manzana asada de postre y una infusión de poleo, previa al rezo, completaban la frugal pitanza. Luego, los siete hombres, con Zurano observándoles entre el respeto y la perplejidad más honda, se postraban ante una imagen de la virgen que ocupaba el lugar reservado a la televisión. Ante ella, rezaban todas las noches un par de rosarios, tras los cuales los candidatos a la perfección charlaban de sus cosas. Zurano asistía a aquellas conversaciones con la esperanza de que, en su transcurso, surgiese algún detalle que se le hubiese escapado en primera instancia. Sin embargo, salvo el aleteo intermitente del Espíritu Santo, que los más religiosos decían sentir, nada más pudo el detective sacar en claro.
Durante una de aquellas visitas, uno de los compañeros de Alejandro, quizá advirtiendo su desaliento, se sentó a su lado y permaneció largo rato así. En silencio. Después, con voz sosegada, le dijo:
-No se preocupe. Todo saldrá lo mejor posible. No se desespere y rece. Rece con nosotros.
Zurano le miró a los ojos. No había rastro de ironía ni de ansiedad en el rostro de aquella persona que, forzoso era reconocerlo, no se hubiera comido un colín en el bar de ambiente menos exigente.
Por toda respuesta, el detective sonrió, y el hombre se levantó uniéndose de nuevo al grupo de los que charlaban.
Entonces fue cuando, al mirar Zurano la imagen que presidía la habitación, advirtió un detalle incongruente: un rimero de recipientes herméticos de plástico, apilados ordenadamente. Fue entonces cuando el detective creyó haber topado al fin con lo que llevaba buscando tantas tardes.
Naturalmente, se lo agradeció a la virgen
ALEJANDRO SE HABÍA EXTRAÑADO UN POCO cuando le había pedido el teléfono de la mujer, pero se lo había dado sin hacer más preguntas.
Como tantas otras cosas en él, y por razones que no siempre se atrevía a confesarse, al detective le enternecían aquellas muestras de confianza ciega que exhibía el discípulo de Fisac.
El hombre parecía contemplar el quehacer de Zurano con el mismo respeto supersticioso que, en otras circunstancias, hubiera reservado al chamán de la tribu. Daniel era consciente de que Alejandro le veía como un ser en contacto con El Mundo, ese caos complejo (a veces cruel) al que los habitantes del piso de Príncipe de Vergara habían aprendido a ver como la sentina de todos los vicios y la madre de todas las batallas interiores.
Concertada la entrevista, el detective se sentó a esperar en un parquecillo municipal frente al cuartel del Conde-Duque.
Cuatro bancos, ocupados por ancianos varados en una mañana soleada, una costra de tierra seca en la que los perros depositaban los productos de su actividad intestinal, y unos cacharros dudosamente lúdicos que se balanceaban como niños autistas sometidos a demasiada presión. Tal iba a ser el decorado en el que iba a desarrollarse la entrevista.
Zurano sabía demasiado poco lo que estaba buscando. Quizá, aquella mujer fuese otra puerta falsa que condujese a otro remanso de paz y sosiego religioso. Su obligación, sin embargo, era probar.
Las señales horarias emitidas por un lejano transistor indicaron el paso de las once.
Como obedeciendo a su señal, apareció la mujer.
Tal y como el detective se había figurado al escuchar su voz, Clemencia Mercado ofrecía el aspecto de una madre luchadora.
De rasgos púdicamente indígenas, iba vestida con una falda gris, por debajo de la rodilla que, a buen seguro, había conocido dos o tres dueñas antes de ella. La parte superior de su cuerpo quedaba oculta por un plumas color granate. Portaba un capazo del que asomaban los tapones chillones de varios botes de productos de limpieza, y sujetaba firmemente un monedero marrón, a guisa de aviso para navegantes.
Le cayó bien al detective, porque sus ojos inteligentes se fijaron en él analizándole sistemáticamente, como quien está acostumbrado a tener que procesar información muy rápidamente.
Este detalle, junto con su estatura mínima pero matona, su castellano cantarín y dos pequeños pendientes de oro que se había traído de Quito, hicieron que, desde el principio, el detective la contemplase con respeto y, si no hubiera sido un exceso, hubiera podido decirse que hasta con cariño.
-Buenos días.
-Buenos días, qué hubo.
-Vengo de parte de Alejandro.
La mujer pareció repasar mentalmente la nómina de los Alejandros de su vida y después asintió.
-Me ha dicho que usted les cocina.
-Y también les limpio, sí señor.
-¿También les limpia usted?
-Antes tenían una chica ecuatoriana que les limpiaba nomás, pero después que ella se fue, yo se los hago todo.
-Me parece que Alejandro me dijo su nombre, pero no me acuerdo. Se llamaba...
-Se llama María –repuso la mujer rápidamente- María Salvador. Muy buena chica, pero tuvo que dejar de ir a la casa de los señores- y como advirtiese Clemencia que quizá había hablado de más, dijo: volvió al Ecuador. Su madre enfermó.
-Pobre mujer.
-Sí, pobre. Y usted, ¿Es amigo de los señores?
-Soy amigo de Alejandro. De Alejandro y del padre. Del Padre Fisac.
Clemencia levantó las cejas, y el detective creyó llegado el momento de hablar con honradez. Pensó que, con personas tan enteras como la que tenía enfrente, era la única táctica moralmente aceptable. Por eso, dijo:
-Clemencia, ¿Tiene tiempo para tomarse un café?
Tampoco había muchos hilos de los que tirar, esa era la verdad.
Los siete enanitos llevaban una vida monacal absolutamente intachable, y ni siquiera un vistazo rápido al ordenador que compartían (un trasto jurásico con la memoria justa para cargar una cuenta gratuita de correo electrónico) arrojó resultados útiles. El historial del explorador de internet llevaba la cuenta de un rosario de visitas a los confidenciales digitales más conservadores, así como a páginas vinculadas a organizaciones antiabortistas y profoamilia. Tampoco faltaban webs relacionadas con la Santa Sede, cuyas ofertas espirituales el detective conocía bien y no había terminado de desestimar.
Todas estas averiguaciones no consiguieron que dejase de chocarle la extraña insistencia de unos seres célibes, sujetos a un modelo de convivencia tan atípico, en reivindicar las estructuras de la sagrada familia del pajarito. Pero al mismo tiempo, se decía que cosas más raras se habían visto en el mundo y que aquellos pobres hombres, lanzando plegarias al mar desconocido de la eternidad, tampoco hacían mayor daño. Entre todos los pasatiempos posibles, rezar era uno de los más inocuos que se le ocurrían, aunque no hubiera que desestimar nunca la fuerza prodigiosa de la mente.
Incluso, en momentos de desesperación, paladeó la idea de dejarlo todo y unirse a aquella extraña tribu de criaturas orantes. Y si no lo hizo, fue porque no se sentía con fuerzas para guardar una castidad que le hubiera alejado demasiado de lo que él consideraba uno de los mayores placeres de la vida.
Sin embargo, se acostumbró a visitarles un día sí y otro no, y a compartir con ellos unas cenas no mucho mejores que las de un comedor de la beneficencia.
De primero, sopa de fideos.
De segundo, filete de pollo.
Una manzana asada de postre y una infusión de poleo, previa al rezo, completaban la frugal pitanza. Luego, los siete hombres, con Zurano observándoles entre el respeto y la perplejidad más honda, se postraban ante una imagen de la virgen que ocupaba el lugar reservado a la televisión. Ante ella, rezaban todas las noches un par de rosarios, tras los cuales los candidatos a la perfección charlaban de sus cosas. Zurano asistía a aquellas conversaciones con la esperanza de que, en su transcurso, surgiese algún detalle que se le hubiese escapado en primera instancia. Sin embargo, salvo el aleteo intermitente del Espíritu Santo, que los más religiosos decían sentir, nada más pudo el detective sacar en claro.
Durante una de aquellas visitas, uno de los compañeros de Alejandro, quizá advirtiendo su desaliento, se sentó a su lado y permaneció largo rato así. En silencio. Después, con voz sosegada, le dijo:
-No se preocupe. Todo saldrá lo mejor posible. No se desespere y rece. Rece con nosotros.
Zurano le miró a los ojos. No había rastro de ironía ni de ansiedad en el rostro de aquella persona que, forzoso era reconocerlo, no se hubiera comido un colín en el bar de ambiente menos exigente.
Por toda respuesta, el detective sonrió, y el hombre se levantó uniéndose de nuevo al grupo de los que charlaban.
Entonces fue cuando, al mirar Zurano la imagen que presidía la habitación, advirtió un detalle incongruente: un rimero de recipientes herméticos de plástico, apilados ordenadamente. Fue entonces cuando el detective creyó haber topado al fin con lo que llevaba buscando tantas tardes.
Naturalmente, se lo agradeció a la virgen
ALEJANDRO SE HABÍA EXTRAÑADO UN POCO cuando le había pedido el teléfono de la mujer, pero se lo había dado sin hacer más preguntas.
Como tantas otras cosas en él, y por razones que no siempre se atrevía a confesarse, al detective le enternecían aquellas muestras de confianza ciega que exhibía el discípulo de Fisac.
El hombre parecía contemplar el quehacer de Zurano con el mismo respeto supersticioso que, en otras circunstancias, hubiera reservado al chamán de la tribu. Daniel era consciente de que Alejandro le veía como un ser en contacto con El Mundo, ese caos complejo (a veces cruel) al que los habitantes del piso de Príncipe de Vergara habían aprendido a ver como la sentina de todos los vicios y la madre de todas las batallas interiores.
Concertada la entrevista, el detective se sentó a esperar en un parquecillo municipal frente al cuartel del Conde-Duque.
Cuatro bancos, ocupados por ancianos varados en una mañana soleada, una costra de tierra seca en la que los perros depositaban los productos de su actividad intestinal, y unos cacharros dudosamente lúdicos que se balanceaban como niños autistas sometidos a demasiada presión. Tal iba a ser el decorado en el que iba a desarrollarse la entrevista.
Zurano sabía demasiado poco lo que estaba buscando. Quizá, aquella mujer fuese otra puerta falsa que condujese a otro remanso de paz y sosiego religioso. Su obligación, sin embargo, era probar.
Las señales horarias emitidas por un lejano transistor indicaron el paso de las once.
Como obedeciendo a su señal, apareció la mujer.
Tal y como el detective se había figurado al escuchar su voz, Clemencia Mercado ofrecía el aspecto de una madre luchadora.
De rasgos púdicamente indígenas, iba vestida con una falda gris, por debajo de la rodilla que, a buen seguro, había conocido dos o tres dueñas antes de ella. La parte superior de su cuerpo quedaba oculta por un plumas color granate. Portaba un capazo del que asomaban los tapones chillones de varios botes de productos de limpieza, y sujetaba firmemente un monedero marrón, a guisa de aviso para navegantes.
Le cayó bien al detective, porque sus ojos inteligentes se fijaron en él analizándole sistemáticamente, como quien está acostumbrado a tener que procesar información muy rápidamente.
Este detalle, junto con su estatura mínima pero matona, su castellano cantarín y dos pequeños pendientes de oro que se había traído de Quito, hicieron que, desde el principio, el detective la contemplase con respeto y, si no hubiera sido un exceso, hubiera podido decirse que hasta con cariño.
-Buenos días.
-Buenos días, qué hubo.
-Vengo de parte de Alejandro.
La mujer pareció repasar mentalmente la nómina de los Alejandros de su vida y después asintió.
-Me ha dicho que usted les cocina.
-Y también les limpio, sí señor.
-¿También les limpia usted?
-Antes tenían una chica ecuatoriana que les limpiaba nomás, pero después que ella se fue, yo se los hago todo.
-Me parece que Alejandro me dijo su nombre, pero no me acuerdo. Se llamaba...
-Se llama María –repuso la mujer rápidamente- María Salvador. Muy buena chica, pero tuvo que dejar de ir a la casa de los señores- y como advirtiese Clemencia que quizá había hablado de más, dijo: volvió al Ecuador. Su madre enfermó.
-Pobre mujer.
-Sí, pobre. Y usted, ¿Es amigo de los señores?
-Soy amigo de Alejandro. De Alejandro y del padre. Del Padre Fisac.
Clemencia levantó las cejas, y el detective creyó llegado el momento de hablar con honradez. Pensó que, con personas tan enteras como la que tenía enfrente, era la única táctica moralmente aceptable. Por eso, dijo:
-Clemencia, ¿Tiene tiempo para tomarse un café?
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