Un escarabajo tomando el fresco en el bosque de Bruck an der Leitha
Una mariquita transportando su gota de agua
Una mariquita transportando su gota de agua
Un caracol
Ruinas de las instalaciones militares
Excursión dominical
6 de Mayo.- Aprovecho que han caido las primeras gotas de una primavera que estaba siendo seca (para no faltar a la verdad hay que decir que, más que unas gotas, han caido auténticas cataratas) para hacer una corta excursión a Bruck An der Leitha (Burgenland) y hacer algunas fotos en la fronda de algunas pequeñas joyas que esconde el bosque. La zona boscosa por la que me muevo es una zona de entrenamiento del ejército austríaco, que la armada tiene a bien abrir los domingos para recreo de los (escasos) paseantes. Tiene uno la sensación de encontrarse en un trozo de bosque virgen, sólo vulnerado por algunas casamatas abandonadas y algunas ruinas militares de principios de siglo, que semejan grandes canales de cemento escondidos bajo la hojarasca. También se puede uno encontrar con las ruinas de antiguas colmenas, cuyo descanso y lenta putrefacción sólo son perturbados por el despacioso avanzar de los caracoles, que miran al mundo con la paciencia de quien tuviera toda la eternidad por delante. Entre las hojas recién lavadas por la lluvia, encuentro un escarabajo de reflejos metálicos, tan hermoso, que no me puedo resistir a hacerle una foto, y una mariquita que carga con una gota de agua que aumenta una de sus manchas, y cientos de caracoles, y algunos hongos que brotan de entre la hojarasca. Sobre una colina, en un claro del bosque salpicado por las flores moradas de la salvia, encuentro una pequeña ermita cerrada a cal y canto y dedicada a San Carlos Borromeo. Una placa interior de mármol cuenta que la edificación original, de la que sólo quedan las escaleras de cemento, fue construida entre 1931 y 1932 por un cuerpo de oficiales especialmente pío, y destruida por las tropas soviéticas en su avance hacia Viena durante la última fase de la guerra mundial. Al dejar el bosque, se llega a una carretera, apenas una cinta de asfalto que sirve a las cuatro casas de los mandos que son espléndidos cottages a la inglesa, con tupidas enredaderas y altos árboles de lilas. La cinta de asfalto termina en el memorial a los caídos en la primera guerra mundial, un edificio de cemento que, según consta a su vez en otra placa conmemorativa, fue levantado por prisioneros de guerra. A sus pies, un estanque artificial habitado por un solo pato y un millón de renacuajos que mueven frenéticamente la cola.
Un hombre me para, y me explica en un alemán aún peor que el mío que quiere llegar a Eisenstad (capital del estado de Burgenland) pero que se ha perdido. Mi compañía le explica cómo llegar bastante rápido y el hombre (cincuentón, sonrisa afable, acento del este) dudo de que se entere mucho aunque se guarda bien de decirlo.
A la vuelta, por una carretera secundaria, me quedo sumergido en el verdor de unos campos de verdura matemática cercados por árboles que parecen haberse esponjado por las nubes recientes. A lo lejos, en dirección al aeropuerto, el sol consigue atravesar algunos manojos de nubes. La cinta plateada de la carretera discurre con una rectitud que parece no poder tener fin.
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