Que te quiero verde
10 de Septiembre.- Ayer estuve jugando a los hobbits en un lugar verde y frondoso que se llama Öd lo cual, según mi diccionario, quiere decir paraje baldío.
Antes de seguir quiero dejar claro que a mí me gusta el campo. Pero que, al mismo tiempo, no llego a la pasión por la clorofila que tienen estos austríacos, que es que ven algo verde y pierden el oremus.
Yo soy una persona que a mí un árbol me gusta; dos, me dan contento y ya los árboles en cantidades industriales me agradan cuando hace un tiempo sensato. Pero a las cuatro horas o cinco, yo me quiero ir a mi casa y entretenerme con cosas más estimulantes intelectualmente (un libro, un dvd, una conversación o un algo). Pero es que, desde que vivo en este país, los domingos todos –salvo rebelión mayor por mi parte- toca campo, senderismo o caza del lagarto ajoporrero. Y ya pues uno, en dos años que va a hacer por estas tierras, ha tenido verde para rato.
Porque, josmíos, lectores del universo mundo que me leeis: las personas humanas cuerpos que somos de una tradición mediterránea, somos gente de ciudad. Nos gusta ver gente, criticar, en suma. Y de ahí ha surgido toda la cultura que merece la pena en el mundo.
¿Qué hubiera sido de este planeta si los atenienses, con Aristóteles a la cabeza, en vez de pensar y conversar y tener intercambios, hubieran dejado la Acrópolis y se hubieran pirado a solazarse por los pinares de Atenas? (cuando quedaban, que ahora están carbonizados). Pues que la cultura occidental se hubiera ido a freir espárragos trigueros. Vaya, que se hubiera muerto antes de nacer.
Dicho esto: vuelvo a repetir que a mí andar por el campo, en dosis normales, me mola.
¿Me mola?
Me mola.
Pero es que estos austríacos no tienen corazón.
Ayer, por ejemplo, pensaba yo que me libraba de la caminata campestre dominical. Mira tú por dónde que, a las seis y media de la mañana, oigo entre sueños una furiosa lluvia que golpeaba contra los cristales. Y, bajo el calorcito de mi edredón, me dije: “Hala, Paquito, hijo, a dormir; que este finde ya está hecho: hoy te toca museíto, mira tú qué bien”.
Fue despertarme y, por supuesto, seguía lloviendo a cántaros.
¿Detuvo esto a mi amigo A. Para recogerme a la hora convenida?
Nanai. Y aún diría más: nanai, y moscas tres. Que allí estaban él y su novia la finlandesa (que ha debido de hacer la mili en los marines de Finlandia) con sus impermeables y sus mochilos, como si fueran a hacer rafting por el cañón del Colorado. Y mi compañía detrás de mí para cortarme la retirada, y yo pensando: “Otro domingo tirao en el puto campo de los güevos”.
Por supuesto, como soy un hombre muy bien adiestrado en la hipocresía con fines sociales, sonreí y traté de disfrutar. Tras una hora montaña arriba (pendientes del 80%) bajo la lluvia, a pesar del paisaje y del marco incomparable, yo tenía ganas de dar gritos como los locos y de hacerme satánico para quemar la parte del bosque que me tocaba. Porque ante mí había kilómetros y kilómetros y kilómetros y kilómetros de desierto verde. Movedizo, resbaladizo, y silencioso desierto verde. Qué paz, coño. Cagüentó.Aquello era un convento de clausura.
Otra cosa que a mí me pone muy nervioso de los bosques (y de mi amigo A. en su reencarnación Coronel Tapioca) es que, es poner el pie en un camino embarrao, y pierde el sentido de lo objetivo.
Yo soy un hombre de plazos. A mí me dicen: “Paco, te vamos a torturar media hora con unas tenazas al rojo vivo” y yo, pues me resigno, sufro sin protestar y cuando llega la media hora digo: “cese la tortura que me piro”. Sin embargo, ayer, en mitad de la montaña, lloviendo a cántaros, con garrafas de viento azotando los acantilados, yo preguntaba: “¿Y cuánto (leches) queda para la choza esa en donde nos van a dar de comer?” y A. no me sabía decir si quedaba un cuarto de hora o quedaba media, o quedaba hora y media. Y a mí, eso hace que se me lleven los demonios.
Llegados a la choza, eso sí, pues saboreamos un estupendo gulash de gamo, mientras nuestra ropa se secaba en una estufa de carbón y un señor con barba de apostol trataba de darnos conversación. Pero yo tenía la mente en el momento en que hubiera que volver a salir a aquella tempestad desatada.
En fin, que muy saludable, que los paisajes preciosos (ya se ve en las fotos) pero que el domingo que viene, yo no piso el campo así me maten.
Por estas.
Antes de seguir quiero dejar claro que a mí me gusta el campo. Pero que, al mismo tiempo, no llego a la pasión por la clorofila que tienen estos austríacos, que es que ven algo verde y pierden el oremus.
Yo soy una persona que a mí un árbol me gusta; dos, me dan contento y ya los árboles en cantidades industriales me agradan cuando hace un tiempo sensato. Pero a las cuatro horas o cinco, yo me quiero ir a mi casa y entretenerme con cosas más estimulantes intelectualmente (un libro, un dvd, una conversación o un algo). Pero es que, desde que vivo en este país, los domingos todos –salvo rebelión mayor por mi parte- toca campo, senderismo o caza del lagarto ajoporrero. Y ya pues uno, en dos años que va a hacer por estas tierras, ha tenido verde para rato.
Porque, josmíos, lectores del universo mundo que me leeis: las personas humanas cuerpos que somos de una tradición mediterránea, somos gente de ciudad. Nos gusta ver gente, criticar, en suma. Y de ahí ha surgido toda la cultura que merece la pena en el mundo.
¿Qué hubiera sido de este planeta si los atenienses, con Aristóteles a la cabeza, en vez de pensar y conversar y tener intercambios, hubieran dejado la Acrópolis y se hubieran pirado a solazarse por los pinares de Atenas? (cuando quedaban, que ahora están carbonizados). Pues que la cultura occidental se hubiera ido a freir espárragos trigueros. Vaya, que se hubiera muerto antes de nacer.
Dicho esto: vuelvo a repetir que a mí andar por el campo, en dosis normales, me mola.
¿Me mola?
Me mola.
Pero es que estos austríacos no tienen corazón.
Ayer, por ejemplo, pensaba yo que me libraba de la caminata campestre dominical. Mira tú por dónde que, a las seis y media de la mañana, oigo entre sueños una furiosa lluvia que golpeaba contra los cristales. Y, bajo el calorcito de mi edredón, me dije: “Hala, Paquito, hijo, a dormir; que este finde ya está hecho: hoy te toca museíto, mira tú qué bien”.
Fue despertarme y, por supuesto, seguía lloviendo a cántaros.
¿Detuvo esto a mi amigo A. Para recogerme a la hora convenida?
Nanai. Y aún diría más: nanai, y moscas tres. Que allí estaban él y su novia la finlandesa (que ha debido de hacer la mili en los marines de Finlandia) con sus impermeables y sus mochilos, como si fueran a hacer rafting por el cañón del Colorado. Y mi compañía detrás de mí para cortarme la retirada, y yo pensando: “Otro domingo tirao en el puto campo de los güevos”.
Por supuesto, como soy un hombre muy bien adiestrado en la hipocresía con fines sociales, sonreí y traté de disfrutar. Tras una hora montaña arriba (pendientes del 80%) bajo la lluvia, a pesar del paisaje y del marco incomparable, yo tenía ganas de dar gritos como los locos y de hacerme satánico para quemar la parte del bosque que me tocaba. Porque ante mí había kilómetros y kilómetros y kilómetros y kilómetros de desierto verde. Movedizo, resbaladizo, y silencioso desierto verde. Qué paz, coño. Cagüentó.Aquello era un convento de clausura.
Otra cosa que a mí me pone muy nervioso de los bosques (y de mi amigo A. en su reencarnación Coronel Tapioca) es que, es poner el pie en un camino embarrao, y pierde el sentido de lo objetivo.
Yo soy un hombre de plazos. A mí me dicen: “Paco, te vamos a torturar media hora con unas tenazas al rojo vivo” y yo, pues me resigno, sufro sin protestar y cuando llega la media hora digo: “cese la tortura que me piro”. Sin embargo, ayer, en mitad de la montaña, lloviendo a cántaros, con garrafas de viento azotando los acantilados, yo preguntaba: “¿Y cuánto (leches) queda para la choza esa en donde nos van a dar de comer?” y A. no me sabía decir si quedaba un cuarto de hora o quedaba media, o quedaba hora y media. Y a mí, eso hace que se me lleven los demonios.
Llegados a la choza, eso sí, pues saboreamos un estupendo gulash de gamo, mientras nuestra ropa se secaba en una estufa de carbón y un señor con barba de apostol trataba de darnos conversación. Pero yo tenía la mente en el momento en que hubiera que volver a salir a aquella tempestad desatada.
En fin, que muy saludable, que los paisajes preciosos (ya se ve en las fotos) pero que el domingo que viene, yo no piso el campo así me maten.
Por estas.
1 comentario:
Lo poco gusta y lo mucho cansa. A ti te pasa igual que a mí: necesito saber exactamente cuánto queda; es lo que me anima a seguir. Me he cansado sólo de leer tu angustia, Paco. ;D
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