Alison. Foto: flickr
Historias de aparecidos
Madre: cuéntame un cuento de ésos que se relatan /de un curioso enanito o de una audaz sirena; /tantos que de los genios maravillosos tratan. /Esas lindas historias que conoces. ¡Sé buena!
Mi querida niña:
A veces, generalmente cuando uno pasa por malos momentos, se tiene cierta tendencia a pensar que se está solo.
Uno se siente una pieza abandonada que no encaja en ningún sitio y pierde de vista que las personas somos nodos de la malla que nos une a todos en una experiencia común. A pesar de nuestras rarezas y de nuestras particularidades somos miembros de una gens, de un clan. Y es muy difícil separar el transcurrir individual de ese corpus de acontecer humano que se va formando por el aluvión de los años.
La historia que voy a contarte sucedió en un invierno de hace una eternidad, quizá en 1920 o 1921, en una parte de España que, todavía hoy en día, es una de las más deprimidas del país.
El niño Manuel, tío bisabuelo tuyo, era el hermano pequeño de tu bisabuela paterna. No he visto nunca el lugar en el que descansa –en mis pocas visitas a su lugar de nacimiento siempre lo olvidé- pero debió de venir al mundo, más o menos, en 1914 o 1915. Tu bisabuela lo recordaba como un chaval muy guapo (aunque todos los difuntos son hermosos)y decía que tu padre se le parecía mucho. Es de suponer que Manuel tuviera los ojos oscuros de la rama paterna, y la mirada aguda e inteligente que distingue a tu padre y que resalta inmediatamente en las fotos de tu abuelo. El relato de tu bisabuela empezaba, como todos los mitos, en la arcadia feliz de un día de matanza de principios del siglo XX.
Tú eres una niña que probablemente sólo verá vivos a los animales que te comas durante alguna excursión del colegio, pero debes saber que, en aquella época y en aquel lugar, se vivía en íntimo contacto con las bestias a las que luego se quitaba la vida para convertirlas en piezas de carne y embutidos que duraban hasta la primavera. Se alimentaba a cerdos y gallinas con la vista puesta en una borboteante cazuela futura, siguiendo un ciclo anual que no había cambiado demasiado desde el neolítico.
No sé por qué, yo me imagino la escena en colores blancos y azules. Quizá porque las paredes del pueblo de donde llegaron parte de tus genes son blancas y porque los días del invierno suelen virar a ese color.
Abre los ojos Ainara, y mira: allí están todos estos fantasmas de gente que murió hace años. Los hombres afilan los cuchillos; las mujeres, con delantales, esperan la sangre, la carne del animal. La dueña de la casa, tu tatarabuela Francisca, ama piadosa de buen pasar, recuenta el pimentón necesario para hacer los chorizos, ajena a la tragedia que le partiría la vida para siempre. Los hombres jóvenes, que aún están aprendiendo los ritos de la masculinidad, se juntan alrededor de los fuegos, y lían cigarros de tabaco traido de América. Los niños más pequeños corretean entre los adultos. Los más mayorcitos –como tu bisabuela, que debería de tener diez años más o menos- buscan el amparo de los mayores porque, en aquella época, la infancia era un estadio un poco vergonzoso del que convenía salir cuanto antes.
A veces, generalmente cuando uno pasa por malos momentos, se tiene cierta tendencia a pensar que se está solo.
Uno se siente una pieza abandonada que no encaja en ningún sitio y pierde de vista que las personas somos nodos de la malla que nos une a todos en una experiencia común. A pesar de nuestras rarezas y de nuestras particularidades somos miembros de una gens, de un clan. Y es muy difícil separar el transcurrir individual de ese corpus de acontecer humano que se va formando por el aluvión de los años.
La historia que voy a contarte sucedió en un invierno de hace una eternidad, quizá en 1920 o 1921, en una parte de España que, todavía hoy en día, es una de las más deprimidas del país.
El niño Manuel, tío bisabuelo tuyo, era el hermano pequeño de tu bisabuela paterna. No he visto nunca el lugar en el que descansa –en mis pocas visitas a su lugar de nacimiento siempre lo olvidé- pero debió de venir al mundo, más o menos, en 1914 o 1915. Tu bisabuela lo recordaba como un chaval muy guapo (aunque todos los difuntos son hermosos)y decía que tu padre se le parecía mucho. Es de suponer que Manuel tuviera los ojos oscuros de la rama paterna, y la mirada aguda e inteligente que distingue a tu padre y que resalta inmediatamente en las fotos de tu abuelo. El relato de tu bisabuela empezaba, como todos los mitos, en la arcadia feliz de un día de matanza de principios del siglo XX.
Tú eres una niña que probablemente sólo verá vivos a los animales que te comas durante alguna excursión del colegio, pero debes saber que, en aquella época y en aquel lugar, se vivía en íntimo contacto con las bestias a las que luego se quitaba la vida para convertirlas en piezas de carne y embutidos que duraban hasta la primavera. Se alimentaba a cerdos y gallinas con la vista puesta en una borboteante cazuela futura, siguiendo un ciclo anual que no había cambiado demasiado desde el neolítico.
No sé por qué, yo me imagino la escena en colores blancos y azules. Quizá porque las paredes del pueblo de donde llegaron parte de tus genes son blancas y porque los días del invierno suelen virar a ese color.
Abre los ojos Ainara, y mira: allí están todos estos fantasmas de gente que murió hace años. Los hombres afilan los cuchillos; las mujeres, con delantales, esperan la sangre, la carne del animal. La dueña de la casa, tu tatarabuela Francisca, ama piadosa de buen pasar, recuenta el pimentón necesario para hacer los chorizos, ajena a la tragedia que le partiría la vida para siempre. Los hombres jóvenes, que aún están aprendiendo los ritos de la masculinidad, se juntan alrededor de los fuegos, y lían cigarros de tabaco traido de América. Los niños más pequeños corretean entre los adultos. Los más mayorcitos –como tu bisabuela, que debería de tener diez años más o menos- buscan el amparo de los mayores porque, en aquella época, la infancia era un estadio un poco vergonzoso del que convenía salir cuanto antes.
Manuel vigila los gestos de los adolescentes a los que les apunta el bozo y que fuman cigarros calentándose las manos callosas en las hogueras encendidas. Las brasas ejercen sobre él la fascinación peligrosa que es la perdición de muchos animales jóvenes. El niño se va acercando más y más a uno de los fuegos hasta que una chispa prende en su ropa. El resto son carreras y llantos. El niño tarda tres días en morir. Los cuidados del médico del pueblo no pueden nada en contra, no ya de las quemaduras, sino de la infección posterior. Es probable que el niño muriera de una septicemia. No se sabe cómo encaró el hecho tu tatarabuelo Francisco, superviviente de la guerra de Cuba, honrado comerciante de una burguesía media, católico practicante temeroso de un Dios lejano y vagamente amenazador, y lector asíduo del ABC de los Luca de Tena. Lo que sí se sabe es cómo reaccionó tu tatarabuela Francisca, que se hundió en la negritud del luto y en un llanto inconsolable del que tu bisabuela fue testigo casi único y que la marcó para siempre. Esa mujer (cuyo único retrato existente muestra con la expresión endurecida de quienes piensan que todo placer es delictivo) se encerró a llorar la pérdida del último de sus hijos y quizá, por qué no, la pérdida de su juventud. El principio de una vejez que, en aquella época era, sobre todo para las mujeres, un trago lento y amargo.
En aquella sociedad en el que los papeles de los sexos estaban separados por compartimentos estancos, la niña (futura bisabuela tuya) se quedó junto a su madre. Durante muchos años, fueron inseparables. Tu bisabuela, de luto prematuro, asistió seguramente a los funerales de su hermano y a la larga noche posterior con una sensación de angustia que ya no la dejaría en toda su vida.
Ver sufrir a los que uno quiere es lo más duro de la vida. Intentar protegerlos es un impulso natural. Pero tu bisabuela nos cuidó siempre como si el peligro fuera inminente, imaginando siempre detrás de cada esquina un desenlace fatal. Nos dio todo el amor que un corazón humano puede dar. A su manera, intentando lo imposible: vivir, ella y los suyos, en un mundo controlado en el que lo imprevisto (y por tanto, lo peligroso) no tuviera lugar. La muerte de su hermano pero más aún, el dolor de su madre, el calvario que vivió junto a ella en un proceso de identificación que la hubiera facturado (en nuestros días) de cabeza a un psicólogo infantil, la marcaron para siempre y dejaron una huella en nuestra familia, porque uno imita (aunque sea inconscientemente) lo que ha visto hacer en casa.
La historia de Manuel no terminó, sin embargo, con su doloroso abandono de este mundo. Tu bisabuela contaba, con la misma unción que las ancianas griegas debían de emplear para contar las historias de Odiseo que, tras la muerte del hijo, la tatarabuela se sumió en la fatalidad y el dolor. Dejó de comer y vivía para un llanto contínuo que le consumía los días y las noches. Hasta que, una madrugada, o quizá al amanecer, que es la hora en la que los espíritus cruzan el umbral y vuelven a la tierra, la tatarabuela Francisca, creyente convencida en los misterios de este mundo y en los del otro, escuchó nítidamente la voz de su hijo que le pedía que dejase de llorar porque los niños cuyas madres no encuentran consuelo no van al cielo. Y aquella mujer hizo el único sacrificio que le quedaba por su hijo. Llorar hacia dentro todo lo que le quedó de vida, que fueron veintitantos años más (murió a principios del año 1948, si no me falla la memoria).
No está bien contarle a los niños historias de difuntos, ni llenar su cabecera de miedos. Pero quizá algún día leas esto y te ayude a entender a las personas que más te quieren y que luchan porque no te pase nada malo.
Hasta el próximo miércoles, sobrina.
Crece bien.
Un beso de tu tío.
1 comentario:
¿Ese bebé tan lindo es tu sobrina? ¡Qué hermosa! Conmovedora historia la de tu familia, rezuma belleza tu relato que no es muy diferente de las historias de las desgracias que ocurren en toda familia y que van dejando huellas indelebles durante décadas, durante generaciones...
Paso mucho tiempo con mi abuela de 92 años, ahora más porque como estoy de baja en casa aprovecha para contarme una y otra vez las historias de los muertos que nunca murieron en el fondo porque viven frescos en su memoria más reales que yo misma porque ha ido enterrando a casi todos sus coetaneos y seres queridos aunque mi abuela nunca tuviera el consuelo de que ninguno de ellos vino a consolarla como tuvo la deferencia de hacer el niño de tu familia.
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