Amigo, /despierta, que los montes todavía no respiran/ y las hierbas de mí corazón están en otro sitio.
6 de noviembre.- Resulta curioso echarle mano a unas mandarinas congeladas. Es como agarrar un meteorito naranja, venido de un espacio interestelar desconocido. Esta mañana, al ir a coger de la ventana las frutas para mi merienda de media mañana (en Viena, con el tiempo que hace, no hay mejor fresquera) me he encontrado con esta evidencia del invierno. Dicen los que saben, o intentan saber a fuerza de escudriñar el cielo, que este invierno será para Austria una lluvia de millones en forma de nieves blancas y mullidas y esquiadores que se beberán su copita de champán antes de subirse al telesilla.
Para mí, desde que vivo aquí, el invierno es esa manta noble y oscura bajo la que es necesario vivir un par de meses (o más, bueno) para que la primavera resurja en todo su esplendor.
Durante el puente de los santos he tenido visita. Una visita demasiado corta, pero sin embargo muy gozosa. Mi amigo X. (no es que se agente secreto, es que su inicial es así) llegó el jueves por la noche y se fue el sábado por la mañana a una hora inhumana (criaturica, despegó a las siete de la mañana hacia España). Eso sí, se dejó en Viena unos cuantos poemas, algunas noticias sustanciosas, mucha música nunca oída y varias horas de sustanciosa conversación.
Fue un placer enseñarle Viena, volver a recorrer las calles que se hacen nuevas para mí cuando las recorro con cada visitante nuevo. Viena se rehace con cada persona que me visita, porque la mirada de cada persona se posa de manera diferente sobre los objetos, busca otras cosas. X., descubrió para mí el café Schwarzes Kamel. En este café, que está junto al Graben, tuvimos ocasión de toparnos con algunas de esas personas que sólo se ven en las novelas antiguas. Recuerdo particularmente a un chico que no tendría veinte años, pelirrojo, con boca de príncipe de monarquía decadente y un estupendo fulard color corinto sobre una americana de tweed. Se movía como un príncipe o como un enfermo mental, y hablaba como si fuera el portavoz de Dios.
También, en un mercadillo de la plaza Am Hoff, X. Descubrió, escondido entre los cachivaches, un cinturón de la legión y tomó al asalto a una pastelera, que esperaba la hora de cerrar leyendo una revista, pidiéndole en perfecto español unos dátiles bañados en chocolate y dulce de pistacho que hubieran expedido billete directo al infierno al santo menos tentable.
El puente, por lo demás, ha sido tranquilo; haciendo esas cosas que sólo el invierno permite y sólo el invierno vuelve agradables: archivar correos, pegar fotos en los álbumes, tratar de encontrar un sistema para controlar la plaga de DVDs que me ha crecido estos últimos meses...
Y leer algún libro que otro.
¿Qué más se puede hacer mientras se espera a que se descongelen las mandarinas?
Para mí, desde que vivo aquí, el invierno es esa manta noble y oscura bajo la que es necesario vivir un par de meses (o más, bueno) para que la primavera resurja en todo su esplendor.
Durante el puente de los santos he tenido visita. Una visita demasiado corta, pero sin embargo muy gozosa. Mi amigo X. (no es que se agente secreto, es que su inicial es así) llegó el jueves por la noche y se fue el sábado por la mañana a una hora inhumana (criaturica, despegó a las siete de la mañana hacia España). Eso sí, se dejó en Viena unos cuantos poemas, algunas noticias sustanciosas, mucha música nunca oída y varias horas de sustanciosa conversación.
Fue un placer enseñarle Viena, volver a recorrer las calles que se hacen nuevas para mí cuando las recorro con cada visitante nuevo. Viena se rehace con cada persona que me visita, porque la mirada de cada persona se posa de manera diferente sobre los objetos, busca otras cosas. X., descubrió para mí el café Schwarzes Kamel. En este café, que está junto al Graben, tuvimos ocasión de toparnos con algunas de esas personas que sólo se ven en las novelas antiguas. Recuerdo particularmente a un chico que no tendría veinte años, pelirrojo, con boca de príncipe de monarquía decadente y un estupendo fulard color corinto sobre una americana de tweed. Se movía como un príncipe o como un enfermo mental, y hablaba como si fuera el portavoz de Dios.
También, en un mercadillo de la plaza Am Hoff, X. Descubrió, escondido entre los cachivaches, un cinturón de la legión y tomó al asalto a una pastelera, que esperaba la hora de cerrar leyendo una revista, pidiéndole en perfecto español unos dátiles bañados en chocolate y dulce de pistacho que hubieran expedido billete directo al infierno al santo menos tentable.
El puente, por lo demás, ha sido tranquilo; haciendo esas cosas que sólo el invierno permite y sólo el invierno vuelve agradables: archivar correos, pegar fotos en los álbumes, tratar de encontrar un sistema para controlar la plaga de DVDs que me ha crecido estos últimos meses...
Y leer algún libro que otro.
¿Qué más se puede hacer mientras se espera a que se descongelen las mandarinas?
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