Aquella luz de verano

15 de Julio.- Austria, queridos amigos, es un país pequeño, y hace gracia ver cómo los hábitos desaparecidos hace tiempo en el resto del mundo (para mí el resto del mundo es España), aquí se siguen usando.
Por ejemplo, cuando yo era pequeño, las tiendas cerraban en verano a la hora de la siesta. Y así, nos teníamos que fastidiar si se nos antojaba cualquier artículo entre las dos y las cinco de la tarde. Expirado ese periodo, te ibas con todo el solazo a comprar ansiosamente los cromos, los flax –golosina helada que a mi abuela le pirraba- o bien te ibas a cortar el pelo, que era una ocupación típicamente veraniega. Mi hermano y yo íbamos siempre a la peluquería de la Plaza de la Fuente. Aunque luego, cuando nos hicimos mocitos con edad de merecer, cada uno fue buscando peluquerías de más modernidad. Esto de irte a cortar el pelo a las cinco de la tarde –a las cuatro, creo que abrían los peluqueros de la plaza- es un misterio que nunca fui capaz de entender. Pero mi padre, particularmente, era muy insistente. Parecía que se medía la decencia de las personas por lo temprano que estaban delante de la puerta de la peluquería.

-Vete ahora –nos decían- que seguro que no hay nadie y así no esperas.

¿Quién c*ño iba a haber, con aquel solazo?
Así que, cuando empezabas a tener el pelo largo, y llegaba el día fatal, hacías de tripas corazón y te plantabas delante de la puerta del peluquero a las cuatro de la tarde.
A las cuatro cero cinco solían llegar los artistas de la tijera –dos hermanos, uno rubio y uno moreno, del Athletic,por cierto-. Venían de sus casas, de comerse el sopicaldo que les habían puesto sus esposas. Era raro verles en traje de calle, acostumbrado como estabas a verlos en su pequeño reino lleno de pelambres, con batas blancas. Te daban las buenas tardes (contestabas tú, algo cohibido, porque entonces los niños teníamos miedo de las personas mayores) y abrían la puerta del local. Tú estabas ya sudando como un pollo y agradecías enormemente penetrar en la penumbra fresca. Parece que lo estoy viendo: la puerta tenía un par de escalones, porque el local estaba un poco por debajo del nivel de la acera. A la derecha, estaban los sillones, frente a dos espejos grandes con fotografías de modelos de peluquería –los más sosos que existen-. A la izquierda, un chisme con clavitos, y en los clavitos fichas redondas de plástico con números –para los indecentes que llegaban a las cinco, con el local a rebosar y necesitaban esperar turno-; unos sillones de cuero –incomodísimos- una mesa llena de revistas –como era una peluquería sólo de hombres no había publicaciones interesantes, sólo números atrasados del 6 Toros 6 y los Marcas de los últimos siglos-.
Los hermanos peluqueros, mientras tú te quedabas plantado en medio del local sin saber bien qué hacer, se acercaban al perchero a coger sus batas blancas, encendían el calentador a gas, y entraban en un pequeño cuartito para menesteres ignorados;luego, uno de ellos, te indicaba uno de los sillones y tú te sentabas. Yo, llegado ese momento, me quitaba las gafas y las dejaba sobre el aparador lleno de lociones misteriosas–la realidad se emborronaba- y sentía la caricia fresca del paño grande con que me envolvían sobre las piernas y los brazos desnudos. Entonces, el peluquero que te tocara en suerte te pedía indicaciones. Y tú, tímidamente:

-Corto. Pero no mucho que luego mi madre se enfada.

Y entonces él, pimpán pimpán, empezaba a cortar haciendo un ruido con las tijeras muy característico, como si mantener el instrumento en movimiento, ayudara a afilarlo. Si te tocaba el peluquero rubio, ahí habías muerto, porque aquel hombre INSISTÍA en darte conversación ¿Y de qué habla un niño de doce años con un señor de cuarenta al que ve cada dos meses? Es más,¿De qué habla un niño de doce años con un señor de cuarenta al que, misteriosamente, le apasiona el fútbol, si ese niño de doce años no sabe darle ni una patada a un bote? Yo rezaba siempre porque me tocase el peluquero moreno, que te dejaba a tu bola . Desde entonces odio a los taxistas y a los peluqueros que hablan contigo sin que tú te hayas dirigido primero a ellos.
Cuando empezabas a adquirir ese aspecto higiénico, soldadesco, con el que siempre te dejaban estos dos señores, llegaba la indefectible pregunta. Te cogían la oreja derecha y, con un tic diez mil veces repetido, te preguntaban:

-¿Te la corto?

Y tú:

-No, está bien donde está.

Esta pregunta está bien hacérsela a un niño de cinco años, pero de más mayor, te daban ganas de contestar:

-Gentil caballero Atlético, ¿Sabe usted cuánto tiempo hace que me afeito?

Luego, rasrás, la cuchilla, un brochón para quitarte los pelos –igual te tenías que duchar al llegar a casa- y el momento fatídico de pagar. Te buscabas el billete en el bolsillo y se lo dabas, arrugado, al peluquero. Sonaba en tu cabeza la voz de tu madre:

-Déjale algo suelto de propina.
-Y cuánto?
-Pues diez duros y va que se mata.

Te daban las gracias. Y tú, aliviado por haber cumplido decentemente aquel primer ritual de la masculinidad, emprendías el camino del hogar.
Eso sí: bajo un sol de justicia. La piel irritada del cogote te escocía por el sudor.

3 comentarios:

Arantza dijo...

Yo que seguía a mi hermano mayor a todas partes como una sombra, le envidiaba el poder cortarse el pelo en la barbería del pueblo castellano donde pasábamos los veranos. Había un ambiente sobrio, tranquilo, que no encontraba en la pelu de senoras.
Si quieres alimentarte la nostalgia un poco más, "El marido de la peluquera", de Patrice Lecomte, es perfecta. Seguro que la has visto.

Paco Bernal dijo...

Hola! Es verdad que en las peluquerías de hombre (antiguas) se respiraba mucha sobriedad y mucha tranquilidad. Te cortaban el pelo como si toreasen :-)
No he visto "El marido de la peluquera". Es una de esas pelis que todo el mundo ha visto menos yo, pero me apunto la sugerencia.
Saludetes

con Ka dijo...

Hola Paco,
Leyendo este artículo me he acordado de tu post y de la foto que lo acompaña.

¡Saludos!