Georgie Dann en una actuación de "Entre Amigos", de Jose Luis Moreno. A falta de Barbacoa...

Ferragosto

14 de Agosto.- Ayer, al final de Gente -ese programa que TVE Internacional emite por si a algún inmigrante despistado le da por pensar en instalarse en España- pusieron La Barbacoa. Conocía la canción, pero, al no haberla oido en años, la verdad es que tuve un schock del que casi no me recupero: Georgie Dann peinado, teñido y maquillado como Chucki, el muñeco diabólico. Siempre he pensado en Georgie Dann con lástima, la verdad: y no es para menos: un tipo que, cada temporada, se veía obligado a explotar una canción imbécil si quería seguir comiendo durante el resto del año. Creaciones hechas para sonar en melancólicas ferias, llenas de tómbolas de esas que sortean la clásica yogurtera: ese trasto que siempre termina arrumbado, criando polvo.
Las creaciones de GD siempre me han parecido el fondo ideal para un asesinato perpetrado en el rincón más oscuro de un parque de atracciones, esa frontera tenebrosa en donde se apagan los últimos destellos de las luces de los coches de choque. Por no hablar de las preguntas que plantean: ¿Tendrá familia el monstruo? ¿Mujer? ¿Hijos? De haberlos ¡Quién sabe a qué vejaciones habrán tenido que soportar esas criaturas a lo largo de su vida! (¿Qué hace tu padre? Um...Ejem...Mi padre es el de Mami qué será lo que quiere el negro).
Qué papelón, macho.
(...)
Las canciones son como aquellos espírtus que Dickens inventó para su cuento de navidad: la música nos ayuda a fijar el tiempo. Para mí, Georgie Dann representa el largo vacío que sucedía al final de las clases. Esa herida luminosa que llenábamos yendo a la piscina a comer fresquillas medio pochas y tortilla de patatas revenida.
Sobre las praderas, de un verde rígido y oscuro, un poco artificial, se desparramaba una tribu ruidosa, doméstica y entrañable. Una colección de mondongos que habían renunciado a luchar contra la ley de la gravedad, criaturas de corta edad desnudas; de vez en cuando, algún cuerpo en flor. Después de un relámpago de belleza, largas temporadas escuchando a Georgie Dann.
El verano siempre se dulcificaba en Agosto (“En Agosto, frío el rostro”, decía siempre mi abuela) y, coincidiendo con la Vírgen, la Dirección General de Tráfico ultimaba los detalles de la última operación salida. Una cuadrilla de soñolientos obreros municipales empezaba a poner las llamadas tablas, que el lenguaje taurino bautizó como talanqueras. Esos parapetos de madera que servían (y sirven) para defender al gentío durante los encierros de toros. Las calles cortadas, los humildísimos aparejos de bombillas de colores con los que mi cuerpo adquiría (y adquiere) el aspecto de una verbena rancia, brutal y triste (aunque declarada de interés turístico nacional) a mí me deprimían. El olor de los chorizos a la brasa y la panceta, chorreando grasa, entre pan y pan, me revolvían el estómago; el madrugón protocolario, apestoso a churros y a meada nocturna de borracho, me producían el vértigo de quien teme ser despertado del sueño blanco estival. Las fiestas de agosto marcaban el principio del fin: la luz melosa del final del verano era la señal de vuelta al alboroto colegial.
El remate lo ponían, cada año, los coleccionables, que florecían (y me temo que florecen) cada año durante la última semana de agosto. “Dedales del mundo”, “Construye tu casa de muñecas”, “Grandes obras de la Música Clásica”. “Pilares de la filosofía griega”. Ya a la venta los fascículos uno y dos.
Por suerte, aún estamos a catorce.

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