Una vista de Murau
La policía, los elefantes, la tela de araña y yo

7 de Septiembre.- Excursión con una conocida asociación cultural vienesa a la bonita localidad de Murau, en Steiermark. Paisajes de ensueño y pueblecitos de postal, tan perfectos y uniformes, tan repulidos como si fueran de mentira.
El grupo es alegre y algunos de sus miembros más conspícuos, francamente frikis –supongo que lo de arrearse lingotazos de schnaps a las diez de la mañana, ayuda bastante- . Está formado (el grupo) en su mayoría por gente en el ecuador de la cuarentena, del tipo que empieza a preocuparse por lo que los triglicéridos pueden hacer con sus arterias. En la primera parada, me dejo la cartera, pero gracias a la proverbial honradez austriaca, pronto aparece. Tras las averiguaciones telefónicas necesarias me entero de que la cajera de la estación de servicio la ha abierto delante de mis amigos –yo estaba, mientras tanto, cumpliendo con la naturaleza- y ha preguntado por un tal Francisco; pero, como todos me conocen por Paco, nadie ha caido en que la cartera era mía. Angelicos. Así que, mientras el bus devora kilometraje hasta Murau, me entero de que mi billetera ha ido a parar a la policía local, y que la recogeremos a la vuelta.
Tras el indefectible bocata choped (segunda parada) volvemos al autocar. Viajamos con una pareja formada por un señor maduro y su jovencísimo amante. Un turco que no se mezcla con el resto de la gente y que, para entretenerse, se dedica a hacer sonar el el móvil jocosas melodías de su lejana patria sarracena. El hijo de Anatolia merece descripción aparte: es delgado como un junco, se mueve lánguidamente y se tapa la cara con unas gafas king size –perdón, queen size-; no hay más que verle para darse cuenta de que, el pobre, no es feliz. Antes de que acabe el venturoso día, y aún antes de que yo recupere mi cartera, el orgulloso novio saca un fajo de fotos en las que el turco aparece ataviado con ropas improbablemente femeninas y con un pelucón rubio con tirabuzones que, la verdad, no le hace ningún favor a la criatura.
Pregunta un cándido tertuliante:

-Pero esto qué es, ¿En carnaval?

A lo que el novio contesta como reprochándole su ignorancia:

-No, es que a él le gusta salir así.

Pues muy santo y muy bueno, oyes.
Uno no tiene, como es muy lógico, nada en contra de las aves nocturnas, sean del plumaje que sean, pero se pregunta qué clase de persona hace una excursión dominical cargando con un book de fotos suyas que le muestran en paños menores.
El novio, eso sí, enseña el repertorio de retratos embargado de orgullo conyugal. Uno, como es prudente, se limita a enarcar las cejas. El turquito hace que los ingenieros de la Sony, mientras tanto, sufran atroces retortijones allá en sus oficinas americanas –tanto tiempo para inventar el walkman y que, en un segundo, este chico dé al traste con sus desvelos a fuerza de atronar el autocar con su música favorita- .
Al mediodía, la tercera comida contundente, ya en Murau, acompañada del precetivo vaso de cerveza (buenísima, por cierto, la Murauer Bier). Luego, un paseo interesantìsimo por la fábrica que la produce. Mis compañeros de viaje más lanzados ya están en modo coñita brava y le hacen a la guía –una señora de traje típico e indestructible espíritu docente- algunas preguntas de las que Bart Simpson hubiera estado orgulloso.
Otra cervecita. Otro tramo de autobús. Una pastelería situada en lo que fue (¿O es aún? No me queda claro) la casa parroquial de Teufelbach, una pedanía engastada en un valle idílico. Tras probar las sabrosas reposterías locales al favorable precio de 2,70 Euros, decidimos subir al castillo que domina la localidad. No llegamos, pero en el intento nos encontramos con una amabilísima lugareña (variedad anciana) que nos saluda con elástico vigor y luego prosigue su tonificante caminata dominguera, apoyada en su cayado. Antes de volver a subir al autocar, entramos al pequeño cementerio del pueblecito. Llama la atención que hay muy pocas tumbas (pero cuidadísimas) como si Teufelbach fuera una especie de Shangri-la alpino en el que la gente, sencillamente, no se muriese.
A mí me encantan los cementerios austriacos y hago unas cuantas fotos.
Ahorro a mis lectores el relato de otro par de horas del autobús durante las cuales cantamos la famosa tonadilla de los elefantes que probaban la resistencia de una tela de araña y jugamos a las palabras encadenadas, entre otras cosas. Se hace de noche. Y llegamos a la comisaría en la que se custodia mi cartera.
La noche se pone dramática. Como hubiera dicho Mazagatos, Sofía, soplan “garrafas” de viento y caen cataratas de agua desde la bóveda celeste. Cobijados por un paraguas, un amabilísimo aborígen –ignoro su nombre, pero le doy las gracias más sentidas y serias- y yo entramos en la comisaría que, como no puede ser de otra forma, es un edificio aséptico y más bien vacío. Nos atiende un agente de la edad de mi padre.

-Venimos a recoger una cartera que les han dejado –mi acompañante dice “deponiert” que es un verbo alemán precioso.
-Ah, vaya. La del nombre español ¿No?
-Sí, señor –contesto yo respetuosamente.
-¿Y cuánto dinero llevaba?
-Pues como veinticinco euros.
-Pues sólo quedan veinte.
-Veinte, veinte. Entonces veinte.
-¿Y por qué habla usted tan bien alemán?
-Es que llevo viviendo aquí tres años.
-Vaya ¿Y tiene usted dirección en Viena?

-Sí, claro.
-¿Me permite su pasaporte?
-De mil amores –lo compara con mi carnet de identidad, parece quedar satisfecho y luego lo fotocopia y me hace firmar en la hoja tras escribir, con una adorable letra escolar, una declaración en la que afirmo haber encontrado mi cartera en perfecto estado.
-Buenas noches.
-Gute nacht, gute reise.
(Mañana, pondré fotos. Ahora, me voy a acostar).
PS: Me lo he pasado muy bien y ha sido un viaje agradabilísimo. La verdad es que, por H o por B, durante este fin de semana me lo he pasado como hacía mucho que no me lo pasaba.

2 comentarios:

amelche dijo...

Menos mal que los austríacos son honrados... Recuerdo una vez que una chica española se dejó el monedero en un autobús de Belfast y también lo recuperamos intacto en la oficina de objetos perdidos de la compañía de autobuses.

Paco Bernal dijo...

Hola! Gracias por tu comentario. Los austriacos son muy honrados, hasta un nivel desconocido en España, aunque claro, en todas partes hay de todo. Yo, cuando vi mi cartera con sus tarjetas y sus euros, bueno...La verdad es que le hubiera metido un beso a la cajera.
Saludetes!