Fiesta bajo las bombas

6 de Octubre.- Como dije en un comentario hace días, cuando a los Estados Unidos les da por invadir países, me pasan los eventos más extraordinarios.
Por ejemplo: la noche de la invasión de Kuwait, mi hermano y yo postrados en el lecho del dolor, vimos en Telemadrid, a las tantas de la madrugada, las estelas fosforescentes de las bombas. Los dos recordamos aquella madrugada alucinada entre compresas de agua fría, antibióticos y cucharadas de jarabe.
El principio de la guerra de Afganistán, sin embargo, me pilló mucho mejor. La invasión, si no recuerdo mal, fue por estas fechas –ahora debe de hacer años-; pues bien: ese día me encontré en la Puerta del Sol con mi amigo P., que ahora vive en Londres entregado a la causa de extender por este mundo la revolución bolivariana y su concepto de la justicia social. El caso es que yo no tenía nada que hacer, y P. me preguntó si no me importaba ir con él a una casa a la que le habían invitado; sólo estaríamos media hora, porque la amistad era reciente (en aquel entonces salía y entraba gente de nuestra vida con bastante facilidad). Así que allá que atravesamos las callejas hasta llegar a un portalito, al lado de la imponente fachada del teatro con más solera del centro de Madrid. Subimos unas escaleras rechinantes y llamamos a una puerta en el último piso. Nunca he estado en un sitio más hermoso. Era una casita minúscula, recientemente rehabilitada. Tenía unas vistas de Madrid que te hacían saltar las lágrimas. La decoración era de una sencillez oriental. Muy pocos muebles inteligentemente dispuestos, una lámpara de papel y, lo que a mí me pareció el colmo de lo chic: la tele estaba en una mesita baja con ruedas que podías mover a tu antojo por aquella superficie que apenas llegaba a los cuarenta metros cuadrados. Pero, ¿Y sus habitantes? Una pareja que eran la versión castiza de Brad Pitt y Angelina Jolie. Ella era modelo: alta, regia, los ojos enormes y castaños, la melena sedosa y una sonrisa que hubiera podido fundir una tonelada de acero. Él era joven también, atlético, piloto de aviones, dos filas de dientes perfectos, y esa calidad de piel que sólo tienen los privilegiados. Los dos daban la sensación de quererse salvando distancias enormes, como si su historia de amor fuera una batalla constante por coincidir en el mismo punto del espacio y del tiempo. Quizá yo no me di cuenta entonces, pero su casa era la viva expresión de esta lucha contra el desarraigo.
El piloto confesaba no tener domicilio fijo. Entre sus escasas pertenencias de Peter Pan mimado por el destino, estaba un gigantesco maletín –parecido a los que yo tengo ahora- en el que cargaba toda su discoteca. El caso es que, poco a poco, fue llegando gente y el piloto empezó a sacar discos de su maletín de las maravillas. Los tocaba en un equipo de música situado estratégicamente en un rincón de aquella mansión liliputiense que a mí, quizá por la moderada dosis de alcohol que había ingerido, me parecía un refugio entre las nubes. Sobre nosotros empezó a formarse una nube de humo esponjosa y blanca (yo sigo sin estar muy versado en la materia, pero me di cuenta pronto de que no era solamente de tabaco) y, por esas casualidades de la vida, la reunión tomó de pronto un matiz íntimo. Parecía que todos nos conocíamos desde siempre. Con el presentimiento de que aquello no duraría (estos encuentros de desconocidos son así), procuré disfrutar de la amable hospitalidad de los dos hermosos habitantes de aquella casa. Lo hice, retrasando todo lo que pude la hora de volver a la mía. Pero yo dependía de un autobús y...Cuando bajé la silenciosa escalera, sabía que nunca más volvería a aquella casa. Me lo decía el corazón. Fue así, desgraciadamente.
En el silencio sonó la melodía de mi móvil. Mi madre me llamaba para preguntarme no sé qué y, de pasada, me contó que Estados Unidos había invadido Afganistán.
Salí a la noche, metí la nariz en el cuelo del abrigo y me encaminé a la estación de metro de Sol.
Meses después, me enteré de que la relación del piloto y la modelo se había roto poco después de nuestro único encuentro. Me dio pena, pero en cierto modo, me alegré también: nuevos encuentros no podrían estropear la magia de aquel primero que, por muchas razones, había sido único.

2 comentarios:

JOAKO dijo...

¿Me podrías facilitar el número de teléfono de esa modelo?je,je,je...
a mi en ambas ocasiones me pilló de cachondeo.

Paco Bernal dijo...

Hola Joako!
La modelo, su teléfono y su vida se me han perdido por el sumidero del tiempo !Cualquiera sabe qué habrá sido de ella! En cualquier caso estaré alerta y, si alguna vez la veo paseando por el erste bezirk le diré que estás interesado en conocerla :-)
Un abrazo