La reina Isabel II según Lucien Freud
Corazón de Oro

9 de Enero.- Los locales son como las personas: todos tienen su carácter. Hay restaurantes afectuosos, los hay aburridos, los hay planos y mediocres y los hay que tienen una superficie simple y un fondo complicado. También los hay que son como las pilinguis de las novelas negras: una reputación malísima de cara a sus vecinos bienpensantes, pero un corazón de oro que ya quisieran para sí muchas beatas de misa diaria.
El restaurante en el que cené anoche con unos amigos es uno de estos: dando a la calle, entre las tinieblas azules y heladas, una puertecita enrejada, un letrero alumbrado a duras penas por un legañoso neón. Dentro, dos zonas separadas: la digamos decente, con sus mesas, sus cómodos bancos esquineros de suave tapizado, y sus burbujeantes tertulias (las Stammtische son una institución en Viena); y la zona que podríamos llamar dudosa en la que la carne de alquiler espera el fogonazo de unos ojos o una de esas frases toscas que rompen el hielo entre desconocidos para dar excusa a una discreta desaparición. Dos realidades tan distintas conviviendo en un local respetablemente grande en buena armonía. Todo ligeramente decadente, muy miradito, todo muy limpio, todo, en resumen, muy vienés.
El restaurante en cuestión es la meca de todos los que peregrinamos en busca de la buena cocina tradicional vienesa y es que, quizá para reponer a sus participantes de los excesos que propicia el amor de pago, no hay en la ciudad (para mi gusto) lugar en donde hagan mejor Schnitzel ni, sobre todo, ese híbrido entre el lomo a la plancha y la tortilla a la francesa que es el Pariser.
Al servicio, eso sí, mejor no ir mucho o, si no queda más remedio, visitarlo con una actitud desprejuiciada. Mientras estás depositando tus líquidos supérfluos, es posible que a tu lado vibren dos pupilas y una voz baja y ronca te recomiende que dejes tu oficio y que te dediques a pasear por el lado salvaje de la vida por un puñado de euros. Normalmente, basta con hacer que uno no ha oido y seguir con lo que uno estaba haciendo(si es que no se te corta el chorrete del susto) para que el merodeador capte el mensaje y vuelva a disolverse en el esponjoso murmullo de la “zona de búsqueda”. El regusto a peligro que se te queda después de una situación así quizá sea también uno de los extraños encantos del local.
De vuelta a tu sitio (y por lo tanto a la luz), mientras de fondo se oye el constante martilleo de los tradicionales mazos de madera con los que las cocineras rompen las fibras de la carne para que esté más tierna, se vislumbra entre el humo de los cigarrillos el retrato al óleo de un barman difunto, enmarcado en color oro viejo y pintado con churretones vívidos de pintura en un estilo que recuerda (en peor) a las orgías pictórico-carnales de Lucien Freud. Cuando uno se vuelve a sentar a su mesa, delante del inocente zumo de manzana con soda, el trayecto que queda a su espalda parece algo escapado de un sueño. Como si las pupilas que le han buscado por el camino pertenecieran a espíritus presos en una realidad paralela, esperando el impreciso día de la liberación.

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