Vienna Calling

7 de Marzo.- Mi momento favorito para hablar por teléfono es al salir de trabajar. Después de horas ocupado en faenas que me dejan poco tiempo para pensar o que, algunas veces (no siempre) son rutinarias o áridas, da como más gusto marcar el número de un amigo del que no se sabe hace mucho tiempo, apretar la tecla verde y esperar a ver qué pasa.
Llamo a L.
Le encuentro trabajando –cuando en Austria terminamos, a los españoles les quedan todavía por lo general un par de horas de tajo-. Conforme avanza nuestra conversación se confirma mi sensación cálida de siempre. Acontecimientos recientes (la crisis y sus efectos, la enfermedad de un familiar cercano) han hecho que salgan a la luz rasgos del carácter de L. que, durante muchos años (y estoy muy orgulloso de poder decirlo) sólo veía yo.
Me resulta difícil hacer una lista de todas las cualidades de una persona a la que me une un profundísimo afecto pero, si tuviera que quedarme con una, diría que es el delicado sentido que L. tiene de lo llamémosle “decente”. Es, sin saberlo, una criatura moral, con un sólido sentido de la proporción en lo que tocante a la conducta. Una bondad fundamental que, no sé ahora, pero que antes le daba mucha vergüenza mostrar. Una nobleza que la gente intuye y que hace su trato tan accesible como confiable.
Quizá esta bondad sea también uno de los rasgos suyos más peculiares. Porque nace de la conciencia exacta de la existencia en él mismo de un lado oscuro (por otra parte presente en todas las personas) y de la elección voluntaria de la luz.
Empecé a darle clases a L. hace casi quince años, cuando yo era apenas un principio de adulto parapetado detrás de unas gafas demasiado grandes y él un adolescente involuntariamente hosco. Al principio, le cobraba a su madre las horas que pasaba enseñándole matemáticas, biología, alemán, o lo que tocara ; pero al cabo del tiempo desistí de cobrar, porque me parecía hasta mal recibir ninguna clase de dinero por algo que me divertía tanto.
L. era en aquellos momentos, ya lo he dicho, un adolescente más bien callado, con un don para entender la poesía que él ocultaba cuidadosamente (una de sus posesiones más preciadas es un volumen de Rafael Alberti dedicado por el autor). Un tipo fornido que quemaba su gran excedente de energía a base de partidos de rugby. Un ser que, sin saberlo, estaba deseando aprender cosas. Le encantaba que le contaran historias y estaba ansioso porque le contestaran las (muchísimas) preguntas que tenía para hacer. Nadie me ha preguntado tan a quemarropa como L. y creo que a nadie le he contestado más sinceramente (protegiéndome menos, quiero decir).
Luego, pasó un año en los Estados Unidos para aprender inglés (llegó a su destino poco antes de que las torres del World Trade Center fueran demolidas de una manera un tanto abrupta). La estancia en un lugar en el que las nevadas convierten cualquier tipo de salida al exterior de las edificaciones en un desafío, el aislamiento idiomático (sólo llevaba para consolarse unos cuantos casettes de música en español) y el desconocimiento cultural le abrieron los ojos del espíritu. Cuando volvió a España empezó a ser otra persona.
Sospecho que una de las cosas por las que L. me cae tan bien es que, con los años, ha aprendido a aceptar las limitaciones que trae (traemos) de serie, a encauzar la impaciencia hacia formas más positivas de comportamiento (aunque el jodío no deja de fumar ni aunque se lo mande el médico) y se haya convertido en una persona jovial que cocina de puta madre.
Por todo, cuando colgué el teléfono ayer, recordando los tiempos pasados pero, por suerte, alegrándome de los presentes, no pude evitar sonreir.

PS: Gracias, Anastacia! Ayer en una entrega de premios en Vienna, la cantante Anastacia le dio las gracias a sus "fans de Australia" (la pobre).

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