9 de Mayo.- Ayer por la tarde me daba cuenta de lo mucho que le debo a la impuntualidad de mis amigos. En Madrid, a veces, tenía que esperar a uno en particular durante una hora, sin saber si vendría finalmente (entonces aún no había móviles) ¡Qué bellas páginas de la literatura le debo! ¡Qué sesudos ensayos! Cuando aparecía, naturalmente, me daba mucha alegría verle pero siempre se mezclaba un poco de tristeza, por tener que abandonar la compañía de algún poeta sensible, o de algún observador fino de la realidad.
Ayer quedé a las nueve y media con unos amigos delante del Burgteather (ese templo de la Cultura en lengua Alemana) y mis amigos llegaron tarde exactamente una hora. Tuve suerte, porque, en la acera de enfrente, en la Plaza del Ayuntamiento de Viena se celebraba un concierto en el que grandes figuras de la escena europea se reunieron para cantar música típica de su tierra. Canciones vienesas pero también Dulce Pontes o Juliette Greco. Cuando el presentador anunció a la portuguesa, yo no lo podía creer. La Reina del Fado, la sucesora de Amalia Rodrigues estaba en Viena, en aquel escenario, apenas a doscientos metros de mí.
La Pontes se sentó al piano y sobre el aire se tendió un silencio mágico. Empezó a sonar su voz perfumando la noche de primavera, como el canto de un ave atlántica y extraña. Todo se impregnó de una sensualidad que hizo que todos nos sintiéramos comunicados por un dulce espíritu. Desaparecieron las fronteras de los cuerpos. Los tranvías se quedaron en suspenso, los enamorados se abrazaron con más fuerza, los que pasaban en bicicleta se quedaban parados, suspendidos ante una belleza tan inaudita; las bocas se entreabrían ansiando otras bocas. El prodigio duró tres canciones. Luego regresó el buen humor vienés y después París.
Ayer quedé a las nueve y media con unos amigos delante del Burgteather (ese templo de la Cultura en lengua Alemana) y mis amigos llegaron tarde exactamente una hora. Tuve suerte, porque, en la acera de enfrente, en la Plaza del Ayuntamiento de Viena se celebraba un concierto en el que grandes figuras de la escena europea se reunieron para cantar música típica de su tierra. Canciones vienesas pero también Dulce Pontes o Juliette Greco. Cuando el presentador anunció a la portuguesa, yo no lo podía creer. La Reina del Fado, la sucesora de Amalia Rodrigues estaba en Viena, en aquel escenario, apenas a doscientos metros de mí.
La Pontes se sentó al piano y sobre el aire se tendió un silencio mágico. Empezó a sonar su voz perfumando la noche de primavera, como el canto de un ave atlántica y extraña. Todo se impregnó de una sensualidad que hizo que todos nos sintiéramos comunicados por un dulce espíritu. Desaparecieron las fronteras de los cuerpos. Los tranvías se quedaron en suspenso, los enamorados se abrazaron con más fuerza, los que pasaban en bicicleta se quedaban parados, suspendidos ante una belleza tan inaudita; las bocas se entreabrían ansiando otras bocas. El prodigio duró tres canciones. Luego regresó el buen humor vienés y después París.
Juliette Greco, que ya no es la musa de los sesentayochistas. Los años han pasado por esta señora que desgranó algunos éxitos de la vieja chanson con una autoridad que nunca alcanzarán los cantantes de hoy, que tienen que pasar por concursos para demostrar que saben hacer gorgoritos como Beyoncé. El escenario tenía casi cien metros, pero la Greco, lo mismo que la Pontes lo había hecho antes, lo llenó con una fuerza que sólo sale del corazón.
Cantó Ne me quite pas y los que aún adoramos el templo de la vieja y elegante lengua francesa, sentimos que, bajo los adoquines de la Rathausplatz, podía haber arena de playa. La Greco lo hizo de una manera algo más crispada que Brel, cuya gran tristeza es como el lamento de un animal herido (cuando canta que quiere ser “la sombra de tu sombra, la sombra de tu mano, la sombra de tu perro” uno entiende lo que es el sufrimiento por amor) pero a los que conocemos la letra de la canción nos dio casi igual, porque era medio siglo el que había sobre ese escenario.
Mis amigos llegaron tarde y me dio alegría verlos. Pero también un poco de melancolía, como la de abandonar la cama en una mañana de abril. La llamada del mundo se siente, nos atrae, pero la dulzura de las sábanas hace que queramos prolongar el placer, acaso insensatamente.
Cantó Ne me quite pas y los que aún adoramos el templo de la vieja y elegante lengua francesa, sentimos que, bajo los adoquines de la Rathausplatz, podía haber arena de playa. La Greco lo hizo de una manera algo más crispada que Brel, cuya gran tristeza es como el lamento de un animal herido (cuando canta que quiere ser “la sombra de tu sombra, la sombra de tu mano, la sombra de tu perro” uno entiende lo que es el sufrimiento por amor) pero a los que conocemos la letra de la canción nos dio casi igual, porque era medio siglo el que había sobre ese escenario.
Mis amigos llegaron tarde y me dio alegría verlos. Pero también un poco de melancolía, como la de abandonar la cama en una mañana de abril. La llamada del mundo se siente, nos atrae, pero la dulzura de las sábanas hace que queramos prolongar el placer, acaso insensatamente.
1 comentario:
A raiz del gozar del placer de las sabanas... soy una persona que disfruta quedarse dormido una mañana y levantarse tarde... aunque luego le inunda un arrepentimiento por no haber aprovechado la jornada matutina todo lo que se merecia...
Por cierto, bonito post, hasta aquí he llegado a escuchar a Pontes.
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